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El décimo aniversario de Ayotzinapa fija el presente violento de México

La conmemoración este jueves del décimo aniversario del caso Ayotzinapa, con marchas y protestas en Ciudad de México y otras urbes del país, evoca el empuje final de una ola en la costa: ya todo lo que podía pasar ha pasado, o no. Para bien y para mal. A cinco días del fin del sexenio, el recuerdo de esta fecha vergonzosa aliña el epílogo de Andrés Manuel López Obrador en la presidencia, caracterizado por un pico de polarización, sostenido en las enconadas discusiones legislativas sobre el Poder Judicial y la Guardia Nacional.

El caso Ayotzinapa duele en México. Duele el ataque brutal contra un grupo de estudiantes rurales, humildes, jóvenes, la desaparición de 43 de ellos a manos de un entramado criminal, apoyado en complicidades estatales. Duele que en 10 años no haya habido noticias de ellos, más que algunos trozos de hueso encontrados aquí y allá. Duelen los espacios en blanco de un relato que se resiste a ser contado, torpedeado de principio a fin por las autoridades, con diferentes niveles de gravedad, mucho mayores en los años de Enrique Peña Nieto (2012-2018).

También le duele al Gobierno saliente. López Obrador prometió resolver el caso, sin saber, cuando lo hizo, que las pesquisas golpearían a uno de sus aliados estos años, las Fuerzas Armadas, principalmente al Ejército. Fue el límite de la independencia de los investigadores, y de ellos mismos. La única defensa que puede esgrimir el mandatario apunta a la cantidad de pruebas destruidas en los años anteriores, a los testigos que han muerto y a todos los que callan, empezando por las decenas de autoridades procesadas a escala local, estatal y federal.

El triste aniversario del ataque recuerda también que la situación de inseguridad ha cambiado poco en estos diez años. México sufre incendios de violencia en varias regiones del país, algunos más presentes que otros en las redes y los medios, pero todos igual de sangrantes para una sociedad cada vez más cansada de la situación. En la encuesta que Enkoll hizo para EL PAÍS esta semana, la inseguridad aparecía como una de las preocupaciones principales de los ciudadanos, una constante en realidad desde hace años.

No es para menos. La mediática batalla entre grupos de criminales en Culiacán, la capital de Sinaloa, que deja muertos y desaparecidos casi todos los días desde hace más de dos semanas, ilumina pugnas tan violentas como silenciadas en el resto del país. El martes, por ejemplo, Puebla registró ocho asesinatos y Guanajuato otros ocho, además de los seis de Sinaloa o Baja California, según el conteo preliminar diario que hace la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana. Ningún noticiero abrió su tiempo con Puebla o Guanajuato. Así de habitual se ha vuelto la violencia.

Cadáveres abandonados en las calles, desmembrados, personas desaparecidas por terceros, cuerpos que emergen de fosas, las familias de todos… El enorme colectivo de víctimas de un país que cuenta más de 30.000 asesinatos anuales desde hace ocho se refleja en Ayotzinapa, un caso que ilumina uno de los grandes males del país, esa esfera compartida entre crimen, política y corporaciones de seguridad. El enorme esfuerzo de investigadores, estatales y externos, que han investigado el caso este sexenio, permite observar de cerca esa esfera.

No importa tanto que el caso no se resuelva, en el sentido del conocimiento revelado sobre el contubernio criminal. Con todos los espacios en blanco, toda la ignorancia acumulada sobre lo ocurrido en extensos tramos de la noche del ataque, ya se sabe que el grupo criminal que atacó a los estudiantes, Guerreros Unidos, gozaba de una importante red de apoyo institucional, de lo local a lo federal, participaran o no en el ataque contra los estudiantes. Y si solo se mira al ataque, a día de hoy hay 88 policías procesados, entre estatales, locales y federales, 16 militares, un marino, un alcalde, cinco exfuncionarios de la Fiscalía federal…

El caso Ayotzinapa revela lo que ocurre en otros casos que, lamentablemente, no reciben ni la mitad de la atención que este. En un país con niveles de impunidad arriba del 90%, se impone una reforma integral de las fiscalías, asunto del que pretende encargarse la administración entrante, dirigida por la futura presidenta, Claudia Sheinbaum. La violenta realidad que recibe expone los fracasos de sus predecesores. Ni políticas de mano dura, como la de Felipe Calderón (2012-2018), ni más amables, como la de López Obrador, han funcionado.

Sheinbaum jura el cargo el 1 de octubre. Ayotzinapa y tantos otros casos siguen sin resolverse. La futura mandataria recibe un Estado en vías de consolidar una corporación de seguridad, la Guardia Nacional, con una importante capacidad de despliegue. Pero el despliegue, como enseñó la noche de Iguala, solo implica un control territorial, susceptible de ser sometido a intereses espurios. El reto, como han explicado incontables expertos en políticas de seguridad estos últimos 20 años, radica precisamente ahí. En darle sentido al control.

Ámbito: 
Nacional
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