21 de octubre de 2021 [Cárcel de Pokrov]
Ayer tuvimos la primera nevada del año, y decidí que era una señal de que debía empezar a escribir de nuevo. Hace tiempo que estamos preparados a conciencia para la nieve: nos dieron las chaquetas acolchadas reglamentarias, los gorros de piel y las botas de invierno hace ya unas cuantas semanas. Desde entonces hemos estado chapoteando en los charcos con nuestras botas, y los gorros de piel, mojados por la lluvia, producen una sensación desagradable. Así que cuando nos pusimos en fila para salir de la cantina después de la cena, una serie de personas comentaron: “Oh, es la primera nevada”, e intentaron atrapar con las manos el fino polvo blanco, casi invisible, que flotaba.
Eso me hizo pensar en el libro. Pienso mucho en él, en realidad, y busco señales y razones adicionales para ponerme de nuevo a escribirlo. También busco excusas para posponerlo una semana más, y luego otra, cuando de hecho es algo que de verdad debería hacer.
Hay buenas razones para ello.
En primer lugar, porque me apetece mucho escribirlo. Fue idea mía, y siento que tengo algo que decir.
En segundo lugar, mis agentes, de la forma más amable y considerada, solidarizándose sinceramente con mi situación, conscientes de mis circunstancias, me lo recuerdan cada vez con más frecuencia.
Mis agentes, Kathy y Susanna, son las mejores. Yo siempre había querido escribir un buen libro y esperaba tener agentes como ellas, personas a las que poder pedir consejo y con las que tener una relación de amistad y hablar. Y decirle a todo el mundo: “Bueno, mi agente literaria…”.
También recuerdo (con total claridad) que mis agentes me pusieron en contacto con editores que también son los mejores, tal y como imaginaba que serían los más maravillosos editores, pero todos ellos decían cosas como: “Alexéi, has anunciado que volverás a Rusia. Admiramos tu valentía, claro, pero puede pasar cualquier cosa en ese país tuyo, y entonces, ¿qué pasará con el libro? ¿Cómo podrás escribirlo?”.
“Entiendo”, contestaba yo, en tono de broma, “que decís ‘valentía’ por educación, pero que estáis pensando ‘estupidez’. Aunque, en realidad, si me meten en la cárcel eso será bueno para vosotros, porque entonces tendré tiempo a mansalva para escribir”. Y nos reíamos.
Yo estaba equivocado, terriblemente, catastróficamente equivocado. En una colonia roja como la mía te mantienen ocupado a todas horas. No hay tiempo para leer, y menos para escribir. Aquí no eres en absoluto el sabio cautivo sentado junto a una pila de libros; eres el zoquete con un gorro de pelo mojado al que siempre están llevando de un lado a otro.
Aunque, sean cuales sean las circunstancias, un acuerdo es un acuerdo y este libro es algo que yo mismo necesito.
Las razones tres y cuatro para escribir este libro quizá suenen exageradamente dramáticas, y si todo acaba mal aquí es donde mis lectores más sensibles quizá derramen alguna lágrima. (Oh, Dios mío, lo vio venir; ¡cómo debió sentirse!) Por otro lado, si todo sale bien, esta podría ser la parte más penosa. Podríamos arreglarlo un poco al revisar el texto o sencillamente omitirlo, pero me he prometido a mí mismo que este será un libro muy sincero.
La tercera razón, por lo tanto, es que, si finalmente se deshacen de mí, este libro será una forma de recordarme.
La cuarta razón es que si, reitero, se deshacen de mí, mi familia recibirá el anticipo y las regalías que espero que haya. Digámoslo a las claras: si un turbio intento de asesinato con un arma química, seguido de una trágica muerte en la cárcel, no hace que un libro se venda, cuesta imaginar qué lo hará. Un malvado presidente ha asesinado al autor: ¿qué más puede pedir el departamento de marketing?
La cuestión es que no estoy llegando a ninguna parte por los siguientes motivos:
No tengo tiempo. Es un problema real, aunque tengo que admitir que también es una excusa. No hay razón por la que cualquier persona no pueda escribir media página al día.
Todo lo que escribo y guardo, o llevo conmigo cuando me reúno con mi abogado, o me traigo de vuelta después, mis captores lo leen y lo fotografían cuidadosamente.
Es estúpido, pero todo lo que escribo lo confiscan. Escribí un capítulo en Matrosskaia Tishina sobre la montaña rusa de emociones que supuso volar de vuelta a Rusia, el juicio y el encarcelamiento. Tuve que organizar toda una operación clandestina para embaucar a los guardias en la que hubo que sustituir cuadernos idénticos traídos especialmente para ello. Tras aquello tuve comparecencias ante el tribunal en las que pude entregar físicamente objetos, aunque aun así tuvieron que pasar por las manos de los guardias. Pero desde marzo no he podido ver a nadie del mundo exterior más que a través del cristal y no tengo ningún tipo de derecho a la propiedad. Me arrebataron un segundo capítulo, escrito en el hospital de la cárcel, con la explicación: “Esto habrá que inspeccionarlo”. Nunca me lo devolvieron.
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Todo lo que escribo y guardo, o llevo conmigo cuando me reúno con mi abogado, mis captores lo leen y fotografían.
Alexéi Navalni
Recuerdo con total claridad la fecha en la que empecé mi diario de prisión en Matrosskaia Tishina, poco más que unas notas para mí mismo: 21-1-2021. Lo empecé entonces porque me pareció una lástima desaprovechar una fecha así.
Y hoy es 21-10-2021. Muy simbólico, ¿no?
Que quede claro: no estoy obsesionado con las señales y los símbolos; ni siquiera soy especialmente supersticioso. De acuerdo, no me gusta entregarle algo a alguien a través de una puerta, y no me gusta que Yulia [su mujer] y yo pasemos junto a un poste por lados distintos cuando salimos de paseo. Me santiguo cuando paso por delante de una iglesia, lo que para los “verdaderos cristianos” es una superstición evidente. En realidad, lo hago más bien para reafirmar en mí una sensación de fortaleza cristiana, porque a todo el mundo le divierte que lo haga. He decidido que se trata de mi propia versión simplificada de sufrir por la fe, de un instante de sufrimiento por ser creyente. Por suerte no implica ser desmembrado, apedreado hasta la muerte ni arrojado a los leones.
Racionalizo mi reciente propensión a buscar señales a que llevo muchos meses por mi cuenta en un entorno hostil. Nadie tiene permiso para hablar conmigo, más allá de aquellos a los que se ha ordenado husmear en mi estado anímico y en mis planes. No tengo a nadie a quien dirigirme para pedir consejo o con quien tener sin más una charla agradable. En todo este tiempo ha habido solo una ocasión, cuando Yulia vino para la visita larga y pudimos salir al pasillo y hablar susurrándonos al oído sin que nos oyeran los micrófonos de las cámaras instaladas a intervalos de tres metros. De manera que así es como la mente busca que algo apoye sus decisiones e intenta corroborarlas buscando coincidencias o algo fuera de lo habitual que pueda considerar una señal. Es, en cualquier caso, muy alentador recibir una señal, y esa es también evidentemente una reacción psicológica natural al estrés de vivir en un entorno hostil.
(…)
15 de agosto de 2022 [Colonia Penal Melejovo 6]
Una cama que se sujeta a la pared, entregar el colchón a primera hora de la mañana, materiales de escritura una hora al día y un huevo para desayunar los sábados. Cualquiera con la suficiente experiencia carcelaria habrá deducido dónde me encuentro ahora mismo: en una celda de castigo, más conocida por su siniestra abreviatura, shizo. Es el lugar que se utiliza para atormentar, torturar y asesinar a presos. La shizo es el principal método legal de castigo a un preso y se considera extremadamente severo. Tan severo, de hecho, que el periodo legal máximo que se puede permanecer en ella son 15 días. Si estás aquí es que la dirección está muy descontenta contigo. Si la dirección está muy muy descontenta contigo, sortea la regla de los 15 días utilizando un procedimiento conocido como el “tratamiento de un colchón”. Te recluyen durante 15 días, te sueltan, te entregan un colchón para que pases una noche en unos barracones o una celda normales y corrientes y a la mañana siguiente te envían de vuelta a la shizo durante otros 15 días. Es un procedimiento que puede repetirse muchas veces.
La celda aquí es un agujero negro de hormigón de 2×5 metros, con espacio para tres presos. Hace tanto calor en mi celda que apenas se puede respirar. Uno se siente como un pez arrojado a la orilla, desesperado por una bocanada de aire fresco. Pero lo más frecuente es que sea como un sótano frío y oscuro. Muchas veces hay un charco de agua en el suelo. Es una tortura estar aquí mucho tiempo. En la shizo, para evitar que consigas entrar un poco en calor dentro del uniforme que has ido forrando a escondidas con trozos de tela, se llevan casi todas tus prendas. Te dejan solo tu ropa interior (y hasta hace poco esa también se la llevaban) y sustituyen cualquier prenda personalizada por un conjunto estándar con una característica distintiva, y de lo más familiar para los presos de toda Rusia: lleva estampado en letras blancas en la espalda de la chaqueta y en la pierna derecha la palabra shizo. Te han puesto la marca del enemigo. Al desplazarte, debes llevar las manos a la espalda. Más importante que el hecho de que la celda de castigo es una perrera de hormigón en la que tu única posesión es una taza es que la shizo es un lugar para la tortura. Está invariablemente aislada, con música a todo volumen a todas horas. En teoría es para evitar que los presos que están en las distintas celdas puedan hablar entre ellos; en la práctica, es para ahogar los gritos de quienes están siendo torturados.
En algunos casos, quienes llevan a cabo las torturas son los funcionarios de prisiones; en otros, son presos, los “activistas” que trabajan a instancias de sus carceleros a cambio de cigarrillos, comida y posiblemente una liberación anticipada.
En los últimos tiempos, ha habido un gran escándalo. La dirección de las cárceles de varias regiones no solo organizó un sistema de tortura y violación de presos, sino que lo grabó todo en vídeo. Posteriormente se subió a un servidor central, para que ellos mismos o los funcionarios del FSB [Servicio Federal de Seguridad ruso] pudieran acceder a las grabaciones y poder amedrentar a cualquiera enseñándole lo que podía pasarle. Alternativamente (y, tal como lo veo yo, ese era su propósito principal), tras violar a un interno, podían reclutarlo para su causa a través del chantaje, amenazándolo con hacer pública la grabación. Eso haría que los demás presos lo relegaran a la casta de “los degradados”.
En algunos casos, quienes llevan a cabo las torturas son los funcionarios de prisiones; en otros, son presos.
Alexéi Navalni
Los violadores eran sobre todo “activistas” que lo grababan todo en cámaras de vídeo facilitadas por el personal de la cárcel. Pero luego alguna mente pensante del Servicio Penitenciario Federal le ordenó a un preso, que antes de entrar en la cárcel se dedicaba a la tecnología de la información, que subiera las grabaciones. A este pobre desgraciado también lo habían reclutado tras sufrir una tortura similar. Como era de esperar, a la primera oportunidad descargó el archivo entero, varios terabytes de grabaciones de torturas. Solo una pequeña parte de ellas se hizo pública antes de que las negociaciones empezaran y, deduzco, el sistema llegara a un acuerdo con el hábil experto informático para retirar determinados cargos contra él, o quizá simplemente lo sobornaron. Sea como sea, las varias docenas de vídeos que vieron la luz bastaron para provocar la dimisión del director del Servicio Penitenciario Federal y que se presentaran cargos penales. Todo eso sucedió pese a ser evidente que Putin personalmente quería tapar el escándalo. Cuando se le preguntó por el asunto en un par de ruedas de prensa, replicó de mala gana que se estaba investigando. No es de extrañar, porque resultó que el FSB era el principal instigador de las torturas. No eran “excesos en el servicio penitenciario”, sino torturas sistemáticas organizadas desde lo más alto.
Es interesante que los primeros tráileres sobre las grabaciones filtradas declaraban la región de Vladímir, en la que me encuentro, la peor provincia de Rusia para la tortura. Y eso incluía sin duda mi propia cárcel, proclamada en los foros de internet como “uno de los principales centros de tortura de Rusia”.
Casi todos los vídeos incluían una escena de un hombre al que violaban con el palo de una fregona. No sé por qué. Quizá solo sea la “marca de la casa”. O quizá algún enfermo pervertido del Servicio Penitenciario Federal o el FSB fantasea en secreto con ese tipo de cosas, así que decidió dar órdenes de que había que torturar a todo el mundo de ese modo. Esta mañana, cuando me han traído los utensilios para limpiar la celda —una escoba rústica, un recogedor y un trapo, pero no una fregona—, he tenido que contenerme para no decir: “¿Dónde está la fregona? No podéis decirme que no tenéis fregona”.