La radicalización de Claudia
En los últimos días se ha radicalizado el discurso de la presidenta Claudia Sheinbaum, y su tono belicoso y burlón es una copia de la narrativa de su antecesor Andrés Manuel López Obrador. Sheinbaum abandonó el estilo conciliador y moderado que tuvo en la campaña presidencial, y se alejó de las certidumbres que dio a diferentes sectores durante la etapa de la transición de que su gobierno, a diferencia del anterior, los escucharía y tomaría en cuenta. Nunca dijo que cambiaría el modelo instaurado por López Obrador, pero les dejó claro que las formas serían diferentes. Hoy ya no lo son.
El corrimiento de su discurso tiene que ver con el entorno. En la campaña y la transición necesitaba generar confianza y que le dieran el beneficio de la duda los sectores productivos y los políticos, transmitiéndoles que la beligerancia de su mentor no iba a ser reeditada, y sugiriendo que la política estaría por encima de la confrontación. Sheinbaum pudo haber sido auténtica y honesta, pero hablaba como presidenta electa que aún no terminaba de ver y entender cómo le entregarían la administración.
La realidad del México posobradorista la comenzó a sentir días antes de tomar posesión cuando Rogelio Ramírez de la O, a quien había nombrado su secretario de Hacienda, le condicionó su renuncia a cambio de que estuviera de acuerdo en un fuerte apretón en el gasto público el próximo año, aceptando que el déficit fiscal se estableciera en 3%, lo que significará cerca de un billón de pesos en reducción presupuestal. Una vez instalada en Palacio Nacional quedó en medio del conflicto con el Poder Judicial y el paro que frenó casi toda la justicia en el país, así como se entreveró su llegada con la guerra interna del Cártel de Sinaloa y con el horroroso asesinato del alcalde de Chilpancingo, que le mostró que ahí y en otras partes de la nación el poder y el mando lo tienen los criminales.
Sheinbaum había iniciado su administración con señales de que su comunicación política sería diferente a la de López Obrador y que, aunque obligada por su mentor a realizar conferencias mañaneras, serían ligeramente más tarde, mucho más cortas y su gabinete tendría un papel protagónico. El tono utilizado dejó la agresividad unilateral a un lado y comenzó a aportar información en lugar de diatribas y propaganda. Fue notorio que en los primeros días hubo un intento por alejarse del litigio innecesario y bravucón, y establecer una primera gran diferencia con el pasado inmediato a través del ejercicio comunicacional.
En el arranque del gobierno se dieron los primeros tropiezos en la comunicación política, como se explicó en este espacio hace una semana, que ayudaron a que, con el paso de los días, se fuera alejando del intento conciliador inicialmente buscado, y su narrativa regresó al sistema establecido por López Obrador.
Se quitó los guantes que alimentaron las percepciones y Sheinbaum la agarró contra España, provocando con sorna, retomó el talante autoritario de no dialogar con el otro poder del Estado y decir que no hablaría con la Suprema Corte de Justicia, anunció un plan energético donde borró sus promesas de apertura con el sector privado en la transición y, como golpe de mano, le dijo públicamente al embajador de Estados Unidos que, de ahora en adelante, cualquier contacto con su gobierno tendría como ventanilla única la Cancillería, lo que bien se podría haber hecho sin decibeles de por medio y en la práctica, no en el discurso.
La radicalización del discurso coincidió con varias expresiones de los sectores radicales del obradorismo que le urgieron regresar a las andadas y andanadas de su antecesor, y pelearse con todos para neutralizar lo que, producto de las ideas bien sembradas de que todo lo que no se alinea con el movimiento es una renovada conspiración para neutralizarlo y acabarlo. Sheinbaum retomó las líneas bravuconas de su antecesor y también empezó a lanzar distractores para buscar temas de conversación que desviaran la discusión pública hacia banalidades.
Sin embargo, tiene un problema. No es López Obrador. No tiene su empaque ni su cinismo. Tampoco tiene esa profundidad binaria y religiosa que le permita penetrar en la gente para que la fascinación, como pasó con él, la blinde. López Obrador podía mentir con el descaro de los abusadores con un lenguaje coloquial que a Sheinbaum no le queda. Él era un priista de la vieja escuela, elástico, maleable y pragmático. Sheinbaum no es priista, viene de la izquierda dogmática, quiso ser elástica y pragmática, pero ante los primeros obstáculos, regresó a su origen.
No han concluido sus primeras dos semanas en la Presidencia y ya vio el monstruo de país que le dejó López Obrador, lleno de incendios y bombas explotando por todos lados, conflictos constitucionales en curso, mercados inquietos por su paquete económico y la reforma judicial, pero también inestables por las guerras en el Medio Oriente y Ucrania, con brincos en los resultados de la economía estadounidense, la locomotora que jala la mexicana, cuyos sobresaltos se profundizarán por la incertidumbre poselectoral de noviembre.
Los fierros calientes sobre el despacho presidencial son muchos, a lo que se suman las presiones presupuestales por los compromisos heredados, sin la caja en la Tesorería que recibió López Obrador. Las realidades son tan fuertes que ser diferente en la comunicación que tenía su antecesor no le está funcionando por lo negativo de las condiciones que le dejaron. Parece inevitable que esté radicalizando su discurso, porque sin un equipo con talento que le construya temas de conversación, su problema no es sólo hacia fuera sino hacia adentro.
Los radicales del obradorismo, los guardias rojos del expresidente, están tratando de trepársele y reorientar el rumbo del gobierno, como la intentona de enmendar la Constitución a sus espaldas y la forma como la están desafiando en el Legislativo. La radicalización del discurso también es un intento por neutralizar a los puros y evitar que la rebasen por la izquierda, un desafío que debió saber que iba a llegar, pero quizá no tan rápido en su administración.