Presidentes municipales y gobernadores en ciertas regiones del país han apostado a que sea el dominio de un grupo criminal lo que disminuya los índices de violencia en sus demarcaciones. A veces lo han conseguido, nunca durablemente. A quince años del inicio de esta violencia mexicana, ya sabemos que, cuando no nos llega información de homicidios, desapariciones y extorsiones de una zona es o porque se trata de uno de esos contados reductos donde el Estado tiene el pleno control, o porque está bajo el dominio de un solo grupo criminal: la famosa pax narca. Y como construir un aparato de seguridad leal a las instituciones y a la sociedad no es nada fácil porque requiere de dinero para pagarle bien a los policías, de valentía por el tremendo peligro que implica, de mística para convencer a otros de sumarse a la tarea, y de tiempo, muchos han optado por la salida del outsourcing criminal.
En Guerrero, por ejemplo, la fluctuación del número de homicidios anuales entre el 2010 y el 2024 ha sido muy importante: en 2016 fueron 2,587; en 2022, 1,384. Pero la disminución no fue atribuible a una mejoría institucional, sino a la caída internacional del precio de la amapola y a la tregua auspiciada por autoridades entre Los Tlacos y La Familia Michoacana. Para pacificar Guerrero, la opción no ha sido construir un estado fuerte sino propiciar que un grupo prevalezca sobre los otros. En los sucesivos gobiernos hemos visto aparecer grupos de autodefensas (la UPOEG con Ángel Aguirre) y el control regional de grupos criminales notoriamente ligados con el poder político (Guerreros Unidos en Iguala, Los Ardillos en Quechultenango, Chilapa y Tixtla, La Familia Michoacana en Tierra Caliente). No ha habido diferencias entre los partidos. Todos han usado a estos grupos para “controlar” territorios, les han hecho trabajos sucios, incluso de contrainsurgencia, favores políticos y electorales. Pero la apuesta por la pax narca es muy costosa. Los que juegan al aprendiz de brujo de inmediato pierden cualquier ilusión de control y son ellos los que acaban atrapados en una telaraña mortal, el grupo criminal favorecido se convierte en un monstruo de mil cabezas que lo mismo se apropia de parte del presupuesto, de los cuerpos policiacos, del negocio de la construcción, de las minas de oro, igual del comercio de pollo que de la extorsión generalizada. ¿Se puede sorprender en estas circunstancias la clase política de Chilpancingo que los desencuentros y diferencias se resuelvan ahora con el lenguaje de sus patrocinadores? Una cabeza cortada: así se habla entre grupos criminales. Ignoro si el joven alcalde asesinado estuviera en tratos con unos u otros, pero es un hecho que en Guerrero hasta la Iglesia católica considera natural y hasta deseable pactar y negociar con los señores de la violencia. No sólo ocurre en Guerrero. En Sinaloa, los culichis que no tienen más de tres grados de separación con las bandas criminales, hoy viven acuartelados en sus casas viendo cómo se mueren sus negocios y comercios porque esos que los “respetaron” durante años están envueltos en una guerra fratricida. Ni qué decir de Tamaulipas, donde el crimen hace mucho que vetó mortalmente a un gobernador.
Apostar por la construcción de instituciones no es fácil y no se puede hacer con esfuerzos dispersos y fugaces. Sólo una política nacional y de Estado puede remediar la situación. No se aprecia en el ambiente ninguna intención de construir acuerdos con los partidos y con la sociedad organizada, pero la alternativa ya la conocemos: la sangre como lenguaje dominante de nuestra política.