Escribo antes de conocer la decisión de los estadunidenses que marcará la historia, la suya, la nuestra y la del mundo. No es una exageración. La disyuntiva es brutal; basta con revisar los cierres de campaña para hacerse una idea del mundo que cada uno de los candidatos representa y promete: Kamala hablando de respetar a sus adversarios rodeada de un grupo étnicamente diverso; Trump, rodeado de blancos, anunciando que activará disposiciones para enfrentar a los enemigos internos. No se necesita ser especialista en la política de nuestros vecinos para saber lo que está en juego; Trump se ha empeñado en hacérnoslo saber: imposición de aranceles, deportaciones masivas, obstrucción a las inversiones foráneas a México y la amenaza de una posible incursión armada en nuestro territorio para acabar con los grupos de traficantes de fentanilo.
Hay días así, en los que el esternón se contrae por la tensión que provoca la incertidumbre. No son muchos, afortunadamente. Viendo la cobertura de las primeras horas y los reportes de las mesas de votación me viene un recuerdo de otro momento como este. La mañana del 28 de febrero de 1995: el peso se había devaluado 50 por ciento desde que se anunció que se ampliaba la banda de flotación, no teníamos reservas en el Banco de México, las tasas de interés en unas semanas habían pasado de 15 a 70 por ciento, el pánico dominaba los mercados. El gobierno de Ernesto Zedillo parecía incapaz de manejar la situación. El colapso de nuestra economía se veía inminente. El presidente Clinton había intentado durante semanas, sin éxito, que el Congreso de su país votara un apoyo de 40 mil millones de dólares para estabilizar nuestra moneda. Estábamos en una situación desesperada. Recuerdo esa mañana la voz grave y apagada de comentaristas y conductores que intentaban abordar el tema sin minimizarlo, pero sin caer ni contribuir al pánico. Lo que seguía era un escenario desastroso: México declararía su incapacidad para hacer frente a sus obligaciones internacionales, el peso perdería por completo su valor y, desde luego, ya no seríamos sujetos de crédito. Fue entonces que Clinton anunció que tomaba 20 mil millones de dólares de su fondo de estabilización cambiaria para ayudar a México (y ayudarse evitando que su vecino colapsara). Respiramos. Fue un alivio profundo, pero pasajero. Le siguieron años muy difíciles: miles de empleos perdidos, miles de familias de clase media que se habían endeudado para comprarse un departamento o una casa y que veían que el inmueble ya no valía lo suficiente para pagar el crédito. Las calles se llenaron de nuevos comerciantes ambulantes y la inseguridad se adueñó del D.F. con secuestros exprés y robos de todo tipo. Sin embargo, pudo haber sido peor, mucho peor.
Me temo que enfrentamos una disyuntiva similar, aunque esta no sea autoinfringida. Trump y Kamala llegarán con fuertes presiones de su sociedad para endurecerse frente a lo que consideran nuestra responsabilidad: la entrada de miles de inmigrantes a su país y las muertes de sus ciudadanos por el fentanilo. No vale la pena explicar por qué se equivocan al atribuirnos males que nos sobrepasan o fueron alimentados por ellos. El hecho es que su actitud hacia nosotros será adversa. La cuestión es en qué magnitud.
El agujero en el esternón es también un indicador de impotencia, porque no hay nada que podamos hacer. Parte de nuestro futuro se decide por otros y en otras latitudes. No nos queda más que esperar a que se disipe la incertidumbre para empezar a imaginar escenarios que no sean solo producto de nuestros deseos y de nuestros miedos.