Si supiera usted lo bien que estoy aquí no me compadecería. Porque me compadece, no lo niegue usted. Lo advierto en su mirada. Toda mi vida fui maestro, y aprendí a conocer a las personas por su modo de mirar. Nomás viéndolos a los ojos sabía yo desde el primer día de clases cuáles muchachos me iban a dar problemas y cuáles no. Jamás me equivoqué. Y adivino que usted siente lástima de mí. ¿Que no? Entonces ¿por qué está aquí?, dígame. Se lo agradezco, claro, no crea que no. Me gusta platicar con la gente, y con usted se platica muy a gusto. Se ve que es persona instruida, que ha leído. Ahora ya casi nadie lee, y en este lugar menos. No me lo va usted a creer, pero aquí hay mucho que hacer, aunque parezca lo contrario. A mí, por ejemplo, las horas se me van volando; hay días en que no alcanzo a leer ni una sola línea. ¿Qué estoy leyendo ahora? Se va usted a reír: El Conde de Montecristo. Ya lo había leído, claro. En mi juventud ese libro era lectura obligatoria. Lo leí por primera vez en una edición argentina, de Sopena. Usted no tiene edad para haber conocido esas ediciones, impresas en papel barato, con el texto a dos columnas. Ahí leí yo las novelas de Julio Verne, pero también las de Dostoievski. Todavía tenía en mi casa varios libros de esa colección antes de venir aquí. Los leía una y otra vez, porque leer era casi lo único que hacía. No me gustaba ver la televisión, y era muy solitario. Los amigos que tuve habían muerto o estaban muy enfermos. ¿Mis hijos? Ni me pregunte usted por ellos. Desde que murió mi mujer dejaron de ir a verme. Yo creo que era venganza por la forma en que los traté de niños. Era muy duro con ellos, lo reconozco. Pertenecí a una orden donde nos enseñaban que los hijos deben temernos cuando niños, admirarnos cuando jóvenes y respetarnos siempre, y yo hice que mis hijos me temieran, para que me obedecieran y hubiera orden en la casa. Lo conseguí. Mis hijos eran como soldaditos, ¿sabe?, y yo su general. Ninguno se me rebeló jamás. Y mi señora igual. Era como otra hija. También ella me obedecía sin chistar. Ahora pienso que a lo mejor también me tenía miedo, como los muchachos. Cuando hablaba de mí con las vecinas no decía: "Mi esposo" o "Mi marido". Decía: "El profesor". "El profesor esto; el profesor lo otro...". Le dio una enfermedad muy rara y se murió en unos cuantos meses. Ni los doctores de la clínica magisterial supieron bien a bien de qué. Después de su muerte los hijos se fueron yendo uno tras otro. Uno se casó; otro se metió al Ejército; el menor se fue al otro lado. Dejé de verlos. O más bien ellos dejaron de verme. Como si no hubiera tenido hijos, ¿sabe? Me quedé solo. También a veces pienso que a lo mejor siempre estuve solo. Ahora ya no lo estoy, ¿sabe? Aquí me respetan, y creo que hasta me quieren. Me dicen "El profe". Otros, los más traviesos, me dicen "El abuelo". Pero no por falta de respeto, créame, sino por cariño. Cuando vine a dar aquí tenía miedo. ¡Qué equivocado estaba! Aquí se está muy bien, créame. La comida no es muy buena, claro, pero eso es lo de menos. Lo que importa es que en este lugar tengo compañía, amigos, gente que se preocupa por mí. Todos los días me preguntan: "¿Cómo amaneció, profe?" Si no estuviera aquí ¿quién me preguntaría eso? A veces creo que en forma subconsciente, sin darme cuenta, hice lo que hice con el propósito de venir aquí. Estoy contento, ¿sabe? Incluso estoy feliz. Ahora lo que me da miedo es la posibilidad de que me manden fuera. Si lo hacen yo haré otra vez algo para que me vuelvan a traer. Me robaré alguna otra cosa del súper, como hice la primera vez. Porque aquí en la cárcel estoy muy bien, créame. Incluso estoy feliz ¿sabe?... FIN.