Nadia y Lucía, de 27 años, y Adriana, de 24, son las esposas de Felipe Rodríguez Salgado El Cepillo, Agustín García Reyes El Chereje y Patricio Reyes Landa El Pato, respectivamente, tres de los más de 70 implicados y detenidos por la desaparición de los 43 normalistas.
A dos años de la tragedia, Las señaladas, como ellas mismas se hacen llamar, admiten que han intentado recuperar sus vidas, pero la herida que dejó la detención de sus parejas no ha logrado cicatrizar, y eso hace más difícil que, junto con sus hijos, se sientan en paz.
“Esa noche, eran las cuatro de la mañana, yo estaba dormida igual que Agustín (El Chereje), a un lado estaba la cama de mi hijo, entonces los militares se metieron, nos gritaron, destaparon a mi pequeño le pusieron el arma en su cabeza; me dijeron que si mi marido no se iba con ellos iban a matar a mi hijo... hasta la fecha nuestro pequeño no puede ver a un policía o a un militar”, recuerda Lucía.
Actualmente ellas viven en un municipio a 20 kilómetros de Iguala, Guerrero; Adriana y Lucía son comerciantes, mientras que Nadia es maestra de montaña.
Aseguran que la herencia que les dejaron en vida sus esposos es la peor que una mujer en un poblado pequeño puede recibir; los señalamientos y las persecuciones las han obligado a alejarse de todo, incluso a dejar sus empleos.
“Yo soy maestra de Montaña y un día mis compañeras se enteraron de que mi esposo había sido detenido porque lo culpaban por la desaparición de los normalistas, y comenzaron a decirme que no podían trabajar con la esposa de un asesino”, detalla Nadia.
Además han tenido que lidiar con la pobreza y la incertidumbre de saber si tendrán lo suficiente para comer y cobijar a sus hijos; a Adriana y Lucía se les ha complicado conseguir empleo: “Nosotras vendemos lo que podemos, todos nos conocen y nadie quiere darle empleo a las esposas de los supuestos autores materiales del crimen de Iguala”, agrega Lucía.
El Pato, El Cepillo y El Chereje son jornaleros o albañiles a los que conocieron en partidos de futbol callejero cuando eran más jóvenes y nunca imaginaron que sus “hombres” serían los principales señalados por la tragedia de iguala, pues el cemento y la tierra eran las manchas de sus ropas de trabajo.
Lucía es robusta y de piel morena, su estatura no excede el metro con 60 centímetros y su carácter es el de una anciana atrapada en el cuerpo de una mujer joven; Adriana parece una adolescente, su piel refleja quemaduras de sol y constantemente cubre su rostro con ambas manos; pareciera que la vergüenza no la deja ni un segundo.
Nadia es muy delegada, su piel es pálida, su rostro es el de una mujer hundida en la tristeza y la desesperación, lo confirma con su constante sollozo y su voz entrecortada.
A diferencia de algunas esposas de integrantes del crimen organizado, Las señaladas están lejos de pasar sus días en salones de belleza o de compras en el extranjero; viven en casa de sus padres y aseguran que, como desde el inicio de sus matrimonios, no tienen nada.
Las tres aseguran que durante esa semana, la del 26 de septiembre de 2014, sus esposos permanecieron a su lado como cualquier día, vieron televisión y pasaron tiempo con sus hijos.
Las declaraciones de estos hombres fueron videograbadas por la Procuraduría General de la República (PGR); paso a paso narraron lo que supuestamente hicieron con los cuerpos de las víctimas; no obstante, ellas afirman que son inocentes.
Nadia cuenta que al Cepillo lo amenazaron para que firmara su declaración: “Le mostraron una foto mía cargando a mi hijo y le dijeron que de no declarar lo que ellos decían nos iban a matar”. Lucía indica que al Chereje lo golpearon y le quemaron los testículos, mientras que Adriana explica que El Pato recibió descargas eléctricas en el ano.
Adriana y Nadia aún esperan a los “hombres de su vida”, no les importa tener que recorrer en autobús hasta 15 horas para viajar a Nayarit o Toluca con el fin de visitarlos en los penales.
En cambio, a Lucía ya no le interesa si El Chereje le envía cartas de amor o si es inocente, simplemente no quiere seguir esperando y busca evadir el estigma que ya alcanzó a su hijo.
Cada minuto está latente el temor de que un día, al regresar de trabajar, les digan que alguien intentó hacerle daño a sus hijos o que las busquen para cobrar por propia mano lo que pasó en Iguala.