Suma apetecible
Don Gandolfo, dineroso hacendado, era como aquel granjero del que hablaba Lincoln, que no ambicionaba tener toda la tierra, sino sólo la que iba colindando con la suya. Soñaba con ser dueño de la finca vecina, una vasta heredad llamada "Las glorias del Edén", rica en fértiles prados, umbríos bosques y opimas labores de pan ganar. Su sueño, por desgracia, era imposible: desde hacía muchos años sostenía con el propietario un enconado litigio judicial por cuestión de aguas y límites. El largo pleito los había hecho enemigos acérrimos. Don Hermógenes -así se llamaba el hosco dueño de aquel predio- decía siempre y en todas partes que a cualquiera le vendería su hacienda, hasta al mismísimo Patetas (tal es uno de los nombres del demonio), pero jamás a su vecino, que era un cabrón, etcétera. Cierto día un compadre de don Gandolfo apodado El Charrán le dio cita en la cantina del pueblo. Quería tratar con él, le dijo, un asunto de importancia capital. Cuando estuvieron en la mesa frente a sendos caballitos de tequila, cada uno con su correspondiente yegua -o sea una cerveza-, El Charrán le dijo a su compadre que don Hermógenes le había ofrecido en venta su propiedad. "Usted sabe que yo no puedo adquirirla, compadrito. Estoy desempleado desde hace 54 años, y no he podido hallar el puesto gerencial que busco y que merezco. Usted tiene dinero para comprar 'Las glorias del Edén', pero don Hermógenes no se las dará a usted. 'Las glorias del Edén', quiero decir. Si me proporciona el dinero compraré el predio a mi nombre, y ya en mi poder la finca le endosaré a usted las escrituras. El viejo quiere 10 mil pesos oro por la propiedad". Don Gandolfo creyó estar soñando. Esa misma noche, en el mayor secreto, puso en manos de su compadre dos talegas repletas de monedas. El Charrán le aconsejó que al día siguiente saliera del pueblo y fuera a la ciudad para que don Hermógenes no sospechara nada. Así lo hizo el hacendado. A lomos de su caballo "El 2 de abril", así llamado en homenaje a don Porfirio Díaz, salió al camino y de intención pasó frente a la casona de don Hermógenes para que éste viera que iba de viaje. Pensó al pasar: "Al cabo dentro de poco tu hacienda será mía, viejo móndrigo". Aquella noche el tal Charrán fue a visitar a la guapa mujer de don Gandolfo. "Comadrita -le dijo expeditamente-, no quiero prevalerme de la ausencia de mi compadre, a quien respeto y quiero, pero en su presencia no podría tratar un asuntito que quiero desahogar. Bien sabe usted que siempre me ha gustado. Anhelo pasar una hora -o más tiempo, si se puede- en la intimidad de su alcoba, y disfrutar sus muníficos encantos. A cambio de eso le daré dos talegas llenas de monedas de oro por la cantidad de 10 mil pesos". La señora sintió el impulso de indignarse, y quizá lo habría hecho de haber sido solamente una talega. Pero eran dos, y pensó en todo lo que podría comprarse con aquella apetecible suma. Así pues cedió a la instancia de su salaz compadre, que vio cumplido cabalmente su deseo, tras de lo cual entregó a la ávida mujer la suma convenida. Ella contó las monedas - "Los chismes y el dinero son para contarse", declaró-, y dio por recibido de conformidad el pago. A la mañana siguiente, muy temprano, El Charrán emprendió el viaje a la ciudad. Buscó a don Gandolfo en el mesón al que llegaba siempre, el "Luis XIV, Rey de Francia". Ahí le dijo: "Compadre: le tengo una mala noticia. El viejo Hermógenes se patraseó. Dijo que siempre no vendía 'Las glorias del Edén'. Para no traer conmigo el dinero que usted me dio se lo dejé en su casa con la comadrita"... FIN.