¿De dónde saca don Abundio los cuentos que relata? Pienso que los oyó de sus ancestros. Quienes lo conocen bien me contradicen: afirman que los trajo de las cantinas y congales de Saltillo, o de la Villa de Santiago, Nuevo León. Doña Rosa, su mujer, que lo conoce más que nadie, declara que ninguna de esas dos teorías es verdad. Las historias que cuenta su marido, dice, no sucedieron nunca: él las inventa. Antier el viejo campesino narró una de esas desaforadas relaciones mientras un cabrito se asaba lentamente en el fogón y sonaban en el gastado estéreo las notas de una polka de Los Montañeses. Los presentes estábamos haciendo lo mismo que los pasados: bebíamos una copa -o dos o tres o cuatro- de mezcal de la Laguna de Sánchez. Eso suelta la lengua de los habladores y afina el oído de los oidores. Esta vez don Abundio nos contó la historia de una esposa que engañaba a su marido. Cuando la narración trata de cuernos los hombres nos ponemos serios y las mujeres hacen como que no oyen, pero se ríen por lo bajo. La mujer del relato tenía marido güevón, vale decir perezoso, apático, poltrón. El tipo no sabía ni por qué lado se agarra el talache. Nunca en su vida había trabajado: si su esposa y él tenían para comer era sólo porque la Divina Providencia no suele llevar registro de las horas que cada vecino del Potrero pasa en la labor. Hay que decir, eso sí, que en este caso la Divina Providencia tenía quien la ayudara. El providencial ayudante de la misericordia del Señor era un compadre del marido. Cuando al caer la tarde éste se iba a la tienda del ejido a jugar su diaria partidita de conquián, el compadre se llegaba a la comadre y jugaban los dos otro juego considerablemente más sabroso. Ya se sabe: en la casa donde no entra San Damián entra San Cornelio. Eso quiere decir que si el hombre no le da a la mujer lo necesario, ella lo buscará de cualquier modo. Lo cierto es que cierto día el tendero no abrió la tienda por causa de un mal de borrachera, y no se celebró por eso la sesión cotidiana de baraja. Es conocida la zozobra que en un hombre de hábitos metódicos produce cualquier alteración de su rutina. El marido volvió a su casa enfurruñado. Cuando entró alcanzó a ver que un individuo a medio vestir saltaba por la tapia del corral. Vio a su mujer sin ropa en la revuelta cama, y le llamó mucho la atención hallarla así, pues no era hora de acostarse: el sol alumbraba todavía los picos de Las Ánimas. Le dijo con voz severa: "Me pareció ver a un hombre que saltaba por la pared de atrás. ¿Quién era?" Al oír la inquisición de su marido la mujer rompió en llanto. "Era el compadre Chon -dijo con sinceridad digna de encomio-. Tú no me mantienes, y yo tuve que buscar quién me mantuviera. El compadre me surte la despensa cada día. Me da para que me vista y para que te vistas tú. Por él comemos. Por él no andamos descalzos. Por él tienes el caballo que montas y la vaca que nos da la leche. Por eso tenemos para ir cada año de paseo a la Villa, y a las fiestas del Santo Cristo en el Saltillo. Él es, y no mis padres, como te he hecho creer, el que me da para todo eso. Mis papás no tienen en qué caerse muertos. Y así de fregados vamos a estar nosotros en delante si no te pones a trabajar, porque ya viste al compadre cuando salió de aquí, y sabes lo que hay entre él y yo". "¡Si serás pendeja! -exclamó entonces el marido muy enojado-. Cuando te dije que me había parecido ver a un hombre que saltaba por la tapia, ¿por qué no me dijiste que no era cierto, que solamente se me afiguró?"... FIN.