Incognitapro

ESCAPARATE

Escaparate

Cementerio político

Por Mario Barrera Arriaga

 

En virtud de que nadie quiere enfrentar a cabalidad el problema de la violencia, el crimen organizado, los levantones y los feminicidios, efectivamente el país se ha convertido en un enorme camposanto. ¿Cuántos ataúdes poblarán los frentes tanto de Palacio Nacional como los de muchos de los gobiernos estatales, particularmente el de Morelos? La realidad es que a esta clase política indolente le aguarda el cementerio político acaso, aunque la mayoría preferiríamos verlos vivos, pero tras las rejas.

Y la paradoja: la mayoría de esos políticos encabezarán los festejos de “Día de Muertos” con sendas ofrendas, eventos culturales, exposiciones, ignorando la que los dolientes, el pueblo, exhibe a las puertas de las oficinas gubernamentales en demanda de justicia.

Al cementerio político lo pueblan toda clase de seres extraños: desde los que tienen empresas “fantasma”, los muertos que votan, los muy vivos que nadan de a “muertito” para salir multimillonarios después de ostentar un “hueso”, los desaparecidos como el gobernador de licencia de Veracruz, o los aparecidos como Humberto Moreira, los que no quieren pisar el purgatorio y mucho menos el infierno como Padrés, hasta aquellos cuyo sexenio muere antes de tiempo, como ese que dice que no se levanta pensando cómo “joder” a México, y que bueno que no piensa, porque si lo hiciera nos iría peor…

La estrategia de felicitarse unos a otros entre los gobernantes, con cifras alegres, con palmadas mutuas en la espalda en reconocimiento de la “baja” en las cifras del crimen, constituyen el peor de los teatros.

La alegría con la que el mexicano recordaba entre música, fiesta, comida y bebida a raudales a los que se adelantaron en el viaje se ha visto trastocada por el terror cotidiano, por la muerte en vida al temer el secuestro de un padre, hijo, hermano, la desaparición de alguna mujer para sumarse a la trata de personas, las fosas clandestinas en las que desesperados familiares esperan encontrar al que años hace no ven y que al menos conservan la esperanza de hallar los restos para la formal sepultura.

Muy atrás queda el choque de dos culturas como la prehispánica que enterraba a los suyos en su propia casa en contraposición con las visiones de los misioneros católicos, con sus infiernos y sus paraísos celestes, hasta la descripción de Octavio Paz en su “Laberinto de la soledad”, en la que describe al mexicano que vive enamorando a la muerte, pero también temiéndola.

Todo el arte, la ironía, la pintura y los motivos que caracterizaban a esta fiesta admirada a nivel internacional, la de Día de Muertos, esta clase política la ha trastocado por un sin vivir constante por miedo, por la condena internacional, por la indolencia, por el cinismo de un “ya supérenlo”, por la indolencia de los que, como en Morelos, afirman que sólo se trata de un problema de percepción.

¿Y qué de los desaparecidos?

No sólo los de Ayotzinapa, sino los de toda la República, los que se heredaron del sexenio anterior, los que se han sumado descomunalmente en el gobierno actual, que primero pretendió esconder el problema no hablando de él, y que al final trata de volver la mirada a cualquier otro lado para rehuir el tema. Aunque los hay como el Graco-Duarte tabasqueño, que se empecina en decir que Morelos es el paraíso terrenal, aunque lleve el estigma de que, como nunca antes, al margen de las cifras maquilladas y las palmadas en el hombro entre los inútiles funcionarios federales y los estatales, estábamos mejor cuando estábamos peor.

El grave problema estriba en preguntarnos si nos estamos acostumbrando a vivir muertos, porque la cuestión no es si nos sorprenderá la delincuencia –con o sin uniforme-, sino cuándo.

Cada cual, en su interior, conserva el dolor y el luto por los que ya se fueron de forma natural y los sigue recordando como antaño, con ofrendas, pero también con la certeza de que si no cambiamos el rumbo de este país, de Morelos, pronto habremos de alcanzarlos, y no por razones naturales.

Hasta no hace mucho, uno podía pensar que la muerte era un depredador que nos acechaba a cada paso y entonces se prefería ver el tiempo como un aliado que nos recordaba vivir lo más intensamente posible aquí, antes de cruzar la línea definitiva…

Hoy la muerte es un compañero permanente de viaje, no por nosotros, tampoco por el destino, sino por culpa de esos que hoy deberían estar no sólo en el cementerio político, sino primero en la cárcel.

 

 

 

 

Ámbito: 
Local