Maldición rota
Jactancio Elátez, sujeto presuntuoso, le dijo en terminantes términos a Dulcilí, muchacha ingenua: "Iremos a mi departamento; follaremos y luego comeremos pizza". Respondió la linda chica con elocuente laconismo: "No". "¿Por qué no? -se asombró Jactancio al oír la inesperada negativa-. ¿Acaso no te gusta la pizza?"... Capronio ha sido siempre un majadero. Cierto día le llevó un ramo de flores a su suegra. La señora se sorprendió bastante, pues nunca el devandicho yerno había tenido una atención así para ella. Acertó apenas a decirle: "Gracias", y puso las flores en un búcaro con agua. Capronio, que había seguido con atención sus movimientos, le dijo de repente: "Es usted una mentirosa, suegra". La mujer se azaró ante ese ataque repentino. Le preguntó: "¿Por qué me dices eso?" Respondió el barbaján con tono rencoroso: "Siempre ha dicho que si alguna vez tenía yo un detalle amable con usted se caería muerta por la sorpresa, y no se cayó"... Doña Frigidia, ya se sabe, es la mujer más fría del planeta. En cierta ocasión vio el anuncio de la comedia musical South Pacific (Rodgers y Hammerstein, 1949, con Mary Martin y Ezio Pinza), y eso bastó para que se helara la cosecha de ananás en todas las islas de los Mares del Sur. Una noche estaba en un hotel de playa con don Frustracio, su marido. Se oía el rumor del mar; había luna llena, y de lejos llegaban los ecos de una canción de amor. Se acercó doña Frigidia a su marido y le dijo: "¿Sabes qué? Esta noche no me duele tanto la cabeza"... No cabe duda: existen los milagros. Cuando los sueños son sueños de verdad tarde o temprano acaban por cumplirse. Quienes el miércoles pasado vimos el último partido entre los Indios de Cleveland y los Cachorros de Chicago tuvimos el privilegio de ver el séptimo juego más dramático en la historia de las series mundiales de beisbol. Todo se combinó para dar emoción y drama a ese encuentro: la pasión de los pitchers; el júbilo de los peloteros que conectaron de jonrón; los costosos errores cometidos; las espléndidas jugadas de ambos bandos; los outs hechos en las bases por una millonésima de segundo. Hasta la naturaleza contribuyó a acentuar el suspenso que nos mantuvo en el filo del asiento a lo largo del partido: la lluvia hizo que se detuviera el juego durante minutos que parecieron una eternidad. Los dos equipos merecían ganar. Sobre ambos pesaba una maldición -ningún deporte tiene la riqueza de folclore que el beisbol tiene-, y sus respectivos aficionados anhelaban verla rota. Llegaron a la Serie Mundial después de muchos años de no ver un campeonato -108 los Cachorros; 68 los Indios-, y lucharon hasta el último out por obtenerlo. Ganó el equipo de Chicago, pero igual pudo el de Cleveland obtener el triunfo. Si alguna vez la maldición que pesa sobre el equipo de Beto Ávila se rompe, y de nuevo los Indios llegan a la Gran Carpa, yo estaré a su lado, igual que ahora estuve con los Cachorros. La vida me ha enseñado que muchas veces las causas perdidas se ganan. Tengo 75 años de estar viendo beisbol. Por ahí anda una fotografía en la que está mi padre en la tribuna del viejo Estadio Saltillo, y yo en su regazo. La foto es de 1941; tres años tenía yo. Tres cuartos de siglo, entonces, he sido aficionado a este que llaman Rey de los Deportes, y que después de esta serie y de ese séptimo juego debe ser llamado emperador. No hay en mis recuerdos de beisbol momentos tan emocionantes como los que gocé -y sufrí- viendo la épica batalla final entre estos dos históricos equipos, gloriosos por igual. Uno de ellos logró romper su maldición. El otro la romperá a su tiempo. Las bendiciones duran para siempre; las maldiciones acaban siempre por desaparecer... FIN.