Feo pecado
Don Astasio llegó a su domicilio después de terminar su jornada de trabajo como tenedor de libros. Colgó en la percha su saco, su sombrero y la bufanda que usaba incluso en los días de calor canicular, y se dirigió a la alcoba a fin de reposar un poco su fatiga antes de la cena. Lo que vio ahí le quitó el apetito. Su esposa Facilisa estaba en el lecho conyugal entricada con un desconocido que para ella no lo era tanto, a juzgar por las expresiones con que se dirigía al tipo: le decía "rorro", "papashito" y "cuchirrango". Fue el mitrado marido al chifonier donde guardaba una libreta en la cual solía anotar palabras denostosas para enrostrar a su mujer en tales ocasiones. Regresó y le dijo: "¡Coja!" "Eso es lo que estoy haciendo" -replicó la pecatriz sin alterar el ritmo 3 por 4, valseadito, de su erótico meneo. Aclaró el ofendido consorte: "No empleo esa palabra como verbo en modo imperativo. La uso en la manera que registra el lexicón de la Academia cuando dice que el vocablo, en su acepción segunda, significa 'mujer de mala vida'". "Habrás de perdonar, Astasio -replicó la señora-, pero ahora estoy ocupada con el señor, y una distracción como ésa del lexicón que dices me saca de balance. Mira: por tu culpa ya perdí el compás". No hizo aprecio el marido de la reclamación de su mujer. Se volvió hacia el individuo con quien ella se refocilaba y le dijo: "Y usted, buco, detenga sus movimientos de émbolo o pistón, por lo menos mientras estoy hablando". "Los detendré -condicionó el sujeto- si me dice usted qué significa eso de 'buco', pues nunca he oído semejante término". "El adjetivo 'buco', señor mío -manifestó el esposo-, quiere decir 'cabrón'. También lo registra el lexicón al que antes aludí". En ese punto intervino la señora: "Astasio, Astasio -dijo-. De nada sirve perder los estribos, y con mayor razón si no eres tú el que está montando. ¿Acaso has olvidado las virtudes comunes que el buen padre Ripalda enumeró en su olvidado catecismo, cada una de las cuales se opone a un pecado capital? Recuerda. Contra envidia, caridad. Contra avaricia, largueza. Contra gula, templanza. Contra pereza, diligencia. Contra soberbia, humildad. Y contra ira, paciencia". "Te faltó una -acotó don Astasio-. Contra lujuria, castidad". "Eso no viene al caso por ahora -repuso doña Facilisa-. Estamos tratando de tu ira, que es feo pecado. Por él se han perdido muchos hombres que bajo su influencia han cometido acciones reprobables. ¿Por qué, dime, sucedió lo de la destrucción de Troya, con la muerte de Héctor y muchos otros sucesos desastrados que Homero relató? Por la cólera de Aquiles. ¿Y vas a encolerizarte tú también sin pensar en la cadena de acontecimientos que tu ira podría desatar, y que ni siquiera tendrían un Homero para narrarlos? Insensato: modera tus bajos sentimientos y retorna a los límites de la razón". No dejó de sorprender a don Astasio la culterana cita de su esposa, que no solía hacer esa clase de menciones literarias. Pensó que tenía razón. Su cólera, como la del Pelida, podía ser funesta, y no habría un rapsoda o aeda que la celebrara: "Canta, oh diosa, la cólera de don Astasio...", etcétera. Decidió entonces poner freno a su enojo que, aunque justificado, podía conducir a alguna situación incómoda. Salió de la alcoba sin decir ya más. Iba pensando en dedicar unos minutos a su colección de timbres postales, actividad que solía calmarle los nervios después de algún mal rato como el que acababa de pasar. Al cerrar tras de sí la puerta de la alcoba oyó a doña Facilisa repetir aquello de "rorro", "papashito" y "cuchirrango"... FIN.