La otra rebelión
Las protestas corrieron rápido, alimentadas por el coraje y el temor. Decenas de miles de personas, de Filadelfia a Los Ángeles, de Austin a Seattle, salieron a las calles a manifestarse contra Donald Trump, quien horas antes había sido declarado presidente electo de Estados Unidos.
Enfrente de la Torre Trump en la 5ª. Avenida en Nueva York, donde vive, cinco mil personas le gritaron “¡fascista!”. Frente a sus hoteles en Washington y Chicago, lo insultaron por “misógino” y “racista”. En la Universidad de Berkeley, en San Francisco, alumnos y maestros realizaron un paro; en la Universidad Americana, en Washington, quemaron la bandera de Estados Unidos. No fue sólo una reacción de las minorías. Mujeres y hombres blancos, cuya raza y género impulsaron a Trump a la Casa Blanca, se unieron al rechazo. El presidente Barack Obama ha buscado apaciguar los ánimos exacerbados de una nación que desde hace 18 meses se empezó a dividir y sus muros se han extendido.
Nunca antes en la historia de Estados Unidos una elección presidencial había provocado reacciones violentas en las calles. La más controversial hasta ahora, la de George W. H. Bush y Al Gore, que pelearon Florida voto por voto en 2000, fue tensa e intensa, pero resuelta por abogados en la Suprema Corte de Justicia. Nunca antes un candidato había generado tanta polarización y ruptura en el tejido social. El populismo de Trump, que galvanizó el deseo de cambio de 50 millones de estadounidenses, ha sido comparado por historiadores con el de Andrew Jackson, el séptimo presidente de Estados Unidos, quien también cuestionó el statu quo y a la clase política en Washington, y tenía una forma de pensar que no profundizaba en los temas, sino en la manera como se imaginaba el mundo. Pero su lenguaje incendiario se acerca más al del gobernador de Alabama, George Wallace, un demagogo que buscó la Casa Blanca en 1968 –y sufrió atentado durante la campaña–, quien centró su campaña en la rabia que sentía la clase blanca trabajadora sureña y en una plataforma de segregación racial.
Trump, como ellos, fue una figura divisiva que sacudió los cimientos de esta nación donde se nutrió la democracia moderna, y acusó al establecimiento político de preparar un fraude electoral para impedir que llegara al 2500 de la Avenida Pennsylvania, en Washington. Decir que no respetaría los resultados electorales de no ganar, detonó los temores de violencia en una sociedad que estaba transpirando frustración, ansiedad y rencores. David Shribman, director del periódico Post-Gazette, de Pittsburgh, escribió el pasado 6 de noviembre un artículo titulado 'La Rebelión de 2016', fechado irónicamente en Gettysburg, donde se dio la batalla más cruenta de la Guerra Civil y donde un discurso de sólo 272 palabras pronunciado ante los sobrevivientes por el presidente Abraham Lincoln, evitó que su nación se dividiera irreversiblemente.
Shribman apuntó: “Esta campaña ha sido acerca de la rebelión: rebelión contra el statu quo. Rebelión contra la disparidad en la riqueza. Rebelión contra el poder de los líderes de los partidos. Rebelión contra las prerrogativas de los partidos establecidos. Rebelión contra las normas de las campañas políticas. Rebelión contra las convenciones del lenguaje y las formas en la política. Rebelión incluso sobre si la campaña presidencial es el foro propio para rebelarse”. Shribman subrayó que este había sido el año de vivir en rebelión, y en vísperas de ir a las urnas, millones de estadounidenses exhaustos, frustrados y disgustados, pero llenos de sentimientos de desilusión y desesperanza, tenían un sentido de esperanza por el futuro y una determinación para restablecer el respeto al país y a sus instituciones.
“Esta no es la peor elección que hemos tenido -dijo- aunque seguramente es la peor de los tiempos modernos”. Aun así, era optimista. Después de todo, una encuesta publicada por el Colegio Colby y el periódico Boston Globe revelaba que 93 por ciento de los estadounidenses, en las trincheras demócratas y republicanas, decían que una vez superado el voto, debían unirse y trabajar juntos.
Como tantas otras encuestas, esta también mostró una realidad que no existió. No habían pasado seis horas de haberse proclamado a Trump presidente electo, cuando las protestas estallaron en Nueva York y rápidamente se extendieron a las principales ciudades de Estados Unidos, muchas de ellas donde triunfó Hillary Clinton, aunque en la mayoría de esos estados fue derrotada por el republicano. Las minorías salieron a las calles para sudar en ellas sus pesadillas y expresar lo que horas antes no hicieron con suficiente participación en las urnas. Los hombres blancos urbanos que se unieron a ellos, fueron inferiores en porcentajes enormes a aquellos en áreas rurales y comunidades pequeñas, por donde nunca pasaron los beneficios de la globalización y sólo sintieron sus efectos, junto con las mujeres que todavía no deben entender por qué Trump, pese a sus abusos con el género, mantuvo el voto de ese segmento en los mismos niveles de los anteriores candidatos republicanos a la presidencia.
Estados Unidos se partió por la mitad en la elección, como en casi todas las de los tiempos modernos, salvo los dos periodos de Ronald Reagan en los 80, pero hay un fenómeno nuevo que detonó Trump: el odio de los estadounidenses contra los estadounidenses. La polarización prende fácilmente y se sabe cuándo comienza pero no cuándo acaba, si es que alguna vez termina. Lecciones de historia en construcción, para cuando vengan a mano recordarlas.
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