El amante
Mal anda la política, y los partidos políticos peor. Hablo de Timbuctú, claro, no de México. A modo de protesta por lo que sucede en ese remoto sitio hoy no orientaré a la República; me limitaré a narrar un infame chascarrillo... Cierto sujeto llamado Camelino Patané había perdido un dedo en un accidente, por eso le decían "El Mocho". La originalidad del pueblo no reconoce límites. Lo que le faltaba de dedo, sin embargo, le sobraba de todo lo demás, y el Mocho tenía gran éxito con las mujeres. Profesaba una sana cercanía erótica. En su lista no había ya princesas reales o hijas de pescador, pero sí casadas, viudas, divorciadas y doncellas (más o menos). Con todas ejercitaba el Mocho sus insignes dotes amatorias. En el foreplay -es decir, en las caricias previas a la consumación del acto- era un maestro supereminente: cuando cualquier otro hombre habría terminado ya y estaría fumando el cuarto cigarrillo el Mocho apenas iba en el empeine del pie derecho de su compañera. Y no hablemos de su performance. Comparada con su técnica la de Casanova era la de un misionero protestante del siglo 19. ¿Habrá quien se sorprenda, entonces, si digo que doña Sabanisa cayó en sus redes amorosas? Esta señora era una mujer decente, aunque sin exagerar. Casada con un viajante de comercio tenía rijos de erotismo que ni siquiera su esposo conocía. El hombre era poco imaginativo; no sospechaba que bajo la mansa apariencia de su mujer latía una bacante. Ausente su marido con frecuencia, sola y ganosa doña Sabanisa cayó en los brazos del lascivo Mocho, y ambos entraron en amores lúbricos. La señora recibía a su mancebo en el propio domicilio conyugal, pues ambos coincidieron en que pagar motel habría sido dispendio reprobable en los tiempos que corren, de economía difícil. (Y peor se va a poner cuando entre Trump y salga Carstens). Una tarde los amantes se estaban refocilando en la alcoba de la pecatriz cuando intempestivamente llegó el marido de regreso de uno de sus viajes. Doña Sabanisa oyó sus pasos. "-¡Mi esposo!" -exclamó presa del pánico. Luego dijo la frase que leyó en una novela: "-¡Estoy perdida!". El Mocho empalideció. Le dijo con premura a su querindonga: "-Saldré por la puerta de atrás". "-No hay puerta de atrás" -le informó ella. Replicó el Mocho con temblorosa voz: "-¿Dónde quieres que te haga una?". Le dijo la mujer: "-Métete abajo de la cama, y no salgas de ahí sino hasta que te diga". Se escondió el Mocho abajo del lecho. Cuando el marido llegaba ya doña Sabanisa tomó un libro que tenía sobre el buró. Me apena decir que el libro era una Biblia. Mucho se sorprendió el marido al ver a su mujer leyendo las sagradas escrituras in puris naturalis, es decir en cueros. Le preguntó amoscado: "-¿Por qué lees la Biblia en peletier? Deberías ponerte al menos un chal de devoción". Respondió, calmosa, doña Sabanisa: "-Cuando hago lecturas de piedad acostumbro despojarme de toda vestimenta a fin de que las galas mundanales no me aparten de la devoción, y para recordarme a mí misma que desnuda nací, desnuda me hallo, y que todo es vanidad de vanidades y sólo vanidad". Quedó impresionado el marido al escuchar aquello. Calmados sus recelos inquirió: "-Y ¿qué lees?". Le mostró doña Sabanisa la página en que abrió el libro y dijo: "-Salmo ocho". Al oír esas palabras el Mocho salió de abajo de la cama y preguntó: "-¿Ya se fue el güey?". ¡Mentecato! Doña Sabanisa dijo: "Salmo ocho", no: "Sal, Mocho". No quiero ni imaginar lo que sucedió después... FIN.