Esta librería es una hermosa librería. Si yo pudiera viviría dentro de ella. Se llama "El Desván de Don Quijote". Don Quijote, ya lo sabemos, tenía perdida la razón. La razón de ser, quiero decir. Su vida consistía en esperar la muerte. Pegado a la tierra, se iba a volver tierra. De él no iba a quedar memoria alguna. Pero se puso a leer libros de caballería, y eso lo hizo recobrar la razón. Entonces, poseído por tan extraña cordura, se dedicó a buscar las cosas que dan sentido a la vida: el amor, la belleza, la justicia, la verdad, el bien. Por eso su nombre llegó hasta nosotros. Lo lleva esta librería que dije: "El Desván de Don Quijote". Está en Guadalajara, en la calle López Cotilla número 813, y tiene vecinos perilustres, si me es permitido usar esa palabra cervantina: se halla al lado del Templo Expiatorio y de la Rectoría de la Universidad. Como quien dice, vive junto a la fe y a la razón. El dueño de ese paraíso se llama Macario, un señor que por saber de libros sabe de todo. El otro día desayuné con él en una de las famosas birrierías de Las Nueve Esquinas, barrio tradicional de la Perla Tapatía, si me es permitido usar ese inédito apelativo. Macario pidió una birria. Yo, que debo cuidar mi dieta por aquello del colesterol, comí solamente seis tacos: dos de sesos, dos de lengua y dos de ojo. A mi edad tiene uno que alimentarse sanamente. Acompañé los tacos con un tepache que me supo a gloria, y de postre di buena cuenta de una insigne jericalla guadalajareña. Macario es un excelentísimo conversador: oyó sin interrumpirme todo lo que conversé. Pero en uno de los silencios que hice para comer mis tacos -oveja que bala pierde bocado- me contó la historia de aquel señor que llegó una mañana a su librería y se puso a buscar con detenimiento entre los plúteos. Esta palabra se oye mal, pero es inofensiva: así se llaman las tablas de los estantes o anaqueles. Después de una búsqueda cuidadosísima el cliente escogió una treintena de volúmenes. Macario entabló charla con él y le ofreció un café, modo que tiene de hacer que sus numerosos clientes se sientan como en su casa, o aún mejor. Los libros que aquel señor escogió pertenecían a los pasados tiempos. Antiguas ediciones de Sopena, de Botas, de Calleja y Tor. Novelas de Verne y de Salgari, de Dumas y Victor Hugo, de Miguel Zévaco y Ponson du Terrail. Poemas de Antonio Plaza y Salvador Díaz Mirón. Corazón, Diario de un Niño de D'Amicis y Hace Falta un Muchacho de Arturo Cuyás. El señor le comentó a Macario: "Estos libros no son para mí. Son para mi padre. Viudo de mi mamá, después de algunos años contrajo nuevo matrimonio con una mujer mucho más joven que él. Un día llegó a su casa y se encontró con que su esposa había echado sus libros a la basura. Ocupaban mucho lugar, manifestó". El señor no dijo nada -un hombre de edad madura no le dice nada a la mujer joven con la que se casó-, pero se entristeció. El matrimonio no duró mucho. Divorciado, el señor fue a vivir con su hijo. Y su hijo estaba buscando los libros de su padre para devolverle esa parte de su vida. Me conmovió el relato de Macario, y se lo digo. "A mí también me conmovió -responde él-, y le ofrecí al señor un buen descuento. Él me pidió que el descuento se lo diera en libros. 'Porque voy a seguir buscando los de mi papá', me dijo"... Esta historia, salida de "El Desván de Don Quijote", es en verdad una historia de amor. Amor de un hombre a sus libros, y amor de un hijo a su padre. La he contado porque las historias de amor me gustan mucho. La vida de cada uno de nosotros debe ser una historia de amor. Si no lo es, entonces n