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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

Plaza de almas

Una de las profesiones más difíciles del mundo, a más de las de neurocirujano, astronauta de la NASA y físico nuclear, es la de peluquero. Mi amigo Gino Marco, a quien conocí en Nueva York cuando él cursaba estudios en Columbia y yo hacía mis prácticas de periodismo en la revista Look, se hizo barbero para poder pagarse la universidad. Me dijo que le había costado más trabajo aprobar el examen final de la escuela de barbería que terminar magna cum laude el doctorado en Matemáticas. La prueba más sencilla para graduarse de barbero consistía en remover con la navaja de afeitar la crema con que el maestro había cubierto un globo, sin hacer estallar ni al globo ni al maestro. También debió aprobar un examen de cultura general en el cual se preguntaba a los alumnos desde quién fue Anaximandro hasta el nombre de los protagonistas de la película Green Dolphin Street, filmada en 1947. Complejo oficio, en efecto, es el de fígaro. Un peluquero que se respete debe ser psiquiatra, diplomático, asesor financiero, consejero sentimental, experto en cuestiones de salud, confesor y a veces, si se ofrece, enfermero. Tiene que estar al tanto de la política mundial, nacional, estatal y municipal. Ha de enterarse de la vida y milagros de las artistas y jugadores de futbol, y saber quién anda con quién y cuál dejó de andar con cuál. Y todo ha de decirlo con elegante discreción, tratando a cada cliente como si fuera el único. También debe dar tips a los visitantes foráneos en asuntos tales como dónde poder sedar los rijos de la carne, que cuando el hombre anda lejos de su casa arrecian considerablemente, quién sabe por qué será. Desde luego algunos peluqueros se apartan de la ortodoxia, y al hacerlo dan origen a desafortunados incidentes que quitan lustre a los blasones del oficio. Ejemplo de eso fue lo que le sucedió a un pobre señor en la peluquería de cierto pueblo cuyo nombre no diré a fin de no lesionar su buena fama. Los años habían hecho que el barbero perdiera por completo el pulso. Pero la edad no era la causa única del acabamiento de ese don, indispensable en quien debe rasurar al prójimo con navaja de filo letal. Sucede que el tal maistro era muy dado a consumir bebidas espirituosas que si bien le aligeraban el espíritu le amenguaban las facultades corporales hasta el punto de anublarle la visión y ponerle las manos temblorosas. Eso explica el desastrado suceso que le aconteció a aquel señor que dije. Fue a que el barbero lo afeitara. En una pasada de la navaja el caprichoso instrumento resbaló en forma inexplicable y le cortó una oreja al desdichado cliente. Profirió éste un desgarrado grito de dolor y salió a todo correr de la peluquería a fin de escapar de un mayor daño. Llegó a su casa empavorecido y le contó a su mujer lo que le había pasado. Le preguntó ella con gran sentido práctico: "¿Y la oreja?" "Allá quedó" -dijo el señor. "Te la hubieras traído -manifestó la esposa-. Don Licho el sastre te la puede coser. Hace un zurcido invisible sumamente profesional; divino; ni se nota. Ve ahora mismo por la oreja, para que te la ponga". El señor encontró razonable la sugerencia de su mujer y regresó a la peluquería. No halló al barbero, pues había ido por un encargo a la cantina "El Seguro", pero seguía ahí su aprendiz, que en ese momento se ocupaba en barrer el piso de la peluquería. Le dijo: "El maistro me cortó una oreja. Vengo a recogerla". Sin dejar de hacer lo que en ese momento hacía el muchacho le señaló una caja de regular tamaño que estaba en un rincón. "Ahí hay muchas -le dijo-. Tome la suya y llévesela"... FIN.

Ámbito: 
Nacional
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