Indignos
En este espacio ha aparecido "El Cuento Más Pelado del Universo". Ha salido también "El Cuento Más Inverosímil del Universo". Pero jamás había sido publicado aquí "El Cuento Más Pelado y Más Inverosímil del Universo". ¡Hoy daré a los tórculos esa vitanda narración! Léanla mis cuatro lectores bajo su estricta responsabilidad después del siguiente comentario... La agresión sufrida por Ana Guevara no puede quedar sin castigo. La barbarie mostrada por sus atacantes; la inhumana violencia que ejercieron sobre su víctima hacen de los sujetos que la golpearon seres indignos de vivir libres en comunidad. A más de la pena que el código de la materia impone a los de su calaña esos individuos están urgidos de tratamiento psiquiátrico, de rehabilitación. Se debe sentar un precedente ejemplar que evite que actos como éste se repitan en perjuicio de una mujer o, para el caso, de cualquier persona. A la cárcel con esos cavernícolas, y que sobre ellos caiga todo el peso de la ley... Y ahora he aquí "El Cuento Más Pelado y Más Inverosímil del Universo". Las personas cuyas acciones tienen por norma la moral, y quienes rigen su pensamiento por la lógica, deben abstenerse de leer ese relato... Libidio Pitonier era un hombre entregado a la molicie de la carne. La lujuria era su mayor pecado; el erotismo su más grande placer. Buscaba por doquiera -y además en todas partes- los goces de libídine; hacía de la lubricidad un arte y una ciencia. "Soy hombre -solía decir- y nada de lo humano me es ajeno". ¡Ah, cuán torpe uso hacía de esa clásica frase que se refiere a las eternas cosas del espíritu, no a las deleznables y frívolas cuestiones anejas a lo material! Cierto día Libidio escuchó hablar de una sexoservidora singular. No había otra como ella, le dijeron, en todos los confines de la tierra. Aquella daifa era enorme, le informaron; era la mujer más corpulenta del planeta; una giganta de dimensiones colosales cuyas medidas excedían toda proporción. Pensó Libidio que ejercitar sus artes amatorias en una mujer de esas características añadiría un dato más a su currículo, de modo que hizo el viaje hasta la lejana ciudad donde le habían dicho que aquella torosa fémina ejercía su oficio. Buscó la casa en la cual tenía el centro de su actividad y preguntó por ella. La madama del establecimiento le informó que los servicios de esa mujer estaban sujetos a una tarifa extraordinaria, y le hizo saber el costo. Era alto el precio, pero Libidio jamás contaba el dinero cuando se trataba de satisfacer su voluptuosidad. Así, pagó con gusto, y por adelantado, la cuota designada. Un ujier lo condujo entonces a la habitación de la giganta. Al verla quedó Libidio atónito y anonadado. Sobre una enorme cama de metal reforzada con fuertes barras de resistente acero yacía la mujer más inmensa que la imaginación humana puede concebir. Aquella hetaira era una mole; sus carnes se extendían como una masa informe hasta desbordar el lecho, y se alzaban igual que una montaña. Le dijo Libidio: "La visión de tu abundancia corporal me azora y sobrecoge, pero eso mismo suscita y estimula mi libido. Todo lo extraño me seduce; me intriga lo fantástico; de modo que será doble mi gozo, pues si lo hacemos con la luz encendida encontrarán satisfacción al mismo tiempo mis ojos y mis manos". Empezó, pues, el sujeto a consumar con iluminación eléctrica su singular empresa con la maturranga. A la mitad de la acción, empero, le pidió: "¿Qué te parece si mejor lo hacemos con la luz apagada?" "¿Qué dices? -respondió con tono gutural la perendeca-. ¿No dijiste que querías contemplarme mientras hacemos esto?" "Eso dije -admitió Libidio-. Pero resulta que al subirme a ti quedé tan alto que el foco del techo me está quemando el funifáis"... FIN.