Plaza de almas
La otra noche llegué a mi ciudad a eso de la 1 o 2 de la mañana. Regresaba de un viaje por carretera; manejaba yo mismo mi coche, que por ser de modelo ya pasado no merece que se le llame automóvil. En una esquina vi a dos chicas de esas que no necesitas ni preguntar en qué trabajan, pues desde lejos se les ve la credencial. Ganas me dieron de ir más despacio a fin de mirar su traza y contextura, pero el instinto de conservación me lo impidió, y antes bien aceleré la marcha. Y es que me sucede lo que a Tito Guízar, el famoso cantante de los años cuarenta del pasado siglo. Solía contar que de joven le daba miedo acercarse a las muchachas, por temor a que le dijeran que no. Y añadía: "Ahora, de viejo, tampoco me les acerco, pues me da pánico que me vayan a decir que sí". Pude, no obstante, ver el uniforme de trabajo de aquellas esquineras: blusa escotada; minifalda; bolso de mucho brillo; zapatos de altísimo tacón... Pintadas con estrépito, despeinadas al estilo de la moda actual, tenían aspecto de actrices de la televisión. Las cosas han cambiado, dije para mis adentros. En mis tiempos las muchachas de la vida mala eran muy buenas. Venían casi todas del rancho, pobrecitas, y conservaban un cierto aire rural. Les preguntabas su nombre y te decían: Janet, Margot o Zinia, pero lo cierto es que se llamaban Juanita, Lupe o Chinta. Eran castas y honestas: hasta en el meretricio caben esas virtudes. Resistían con tenacidad cualquier insinuación del cliente a apartarse de los caminos conocidos y aprobados por la naturaleza y la moral cristiana. Si el visitante les proponía algún extravagante menester, alguna desusada variación, ellas se erizaban llenas de enojo. Exclamaban con ofendida dignidad: "¡Soy puta, pero decente!" Todas eran católicas devotas. En los cuartuchos donde ejercían su oficio tenían siempre un pequeño altar con vírgenes y santos. Al empezar el trato con el cliente volteaban las estampas o imágenes hacia la pared, a fin de que la virgencita o el santito no vieran lo que ahí iba a suceder. Además eran modestas, recatadas. Asistían a misa todos los domingos, pero muy temprano, a las 5 o 6 de la mañana, para que no las viera nadie y que su presencia no fuera a escandalizar u ofender a algún devoto o -sobre todo- a alguna devota. Y tenían vergüenza. He aquí un recuerdo que me entristece. Una tarde de toros llegaron tres o cuatro de ellas a la corrida. Iba a torear Alfredo Leal, que era muy guapo y salía en las telenovelas. Seguramente iban a verlo a él. La "raza" del tendido de sol las reconoció, y empezó a lanzarles cuchufletas y gritos de procacidad. ¿Piensan ustedes que las mujeres hicieron caso omiso de aquellas burdas muestras, o que aguantaron, descaradas, esas burlas? No. Volvieron sobre sus pasos y salieron muy apenadas de la plaza. Entonces los que se avergonzaron fueron los injuriadores. Yo digo que las mujeres de la vida mala no son malas. Alguna habrá, seguramente, de pervertido corazón, igual que puede haber ejemplares de tal jaez en todos los sectores. Pero hago mías las tesis de Acuña, de Julio Sesto, de Manuel M. Flores, de Antonio Plaza, de don José María Vargas Vila, de todos aquellos vates del pasado que cantaban con dolorido acento a las mujeres que viven de su cuerpo, y las consideraban víctimas de una sociedad injusta. En cada una de esas mujeres hay una Magdalena que se arrepentirá. Si en mis manos estuviera yo les daría una absoluta absolución. Pero no está en mis manos eso, pues de seguro yo tengo más pecados que ellas. Si alguien tiene que salirse de la plaza de toros, ése soy yo... FIN.