Juegazo petrolero
Recordaré hoy con mis cuatro lectores el caso de aquellos jóvenes recién casados que tenían un código secreto para decirse, incluso en presencia de otros, que al llegar a su casa harían el amor. Él le decía a ella, o ella a él: "¿Qué te parece, mi amor, si esta noche nos echamos un pokarito?" Ambos sabían que se trataba de un juego considerablemente más entretenido. En cierta ocasión fueron a una fiesta que se prolongó casi hasta que el Sol iba ya a asomar las pompas por los balcones del oriente. Ella regresó con cierto dolorcillo de cabeza, sin más deseo que el de irse a la cama a dormir. Él, al contrario, venía achispado por dos o tres whiskies, con ganas también de ir a la cama, aunque no a dormir. Entonces él le dijo la consabida frase: "Mi amor: ¿nos echamos un pokarito?" Ella, de mal humor por la jaqueca, migraña, cefalalgia o hemicránea, le respondió con sequedad: "No. Paso". Al muchacho le molestó mucho esa respuesta. Nunca su mujercita le había contestado en modo así, tan áspero. Muy disgustado se fue a acostar. Ella también se fue a la cama. Ni siquiera se dieron las buenas noches: se acostaron espalda con espalda, como águilas alemanas. Empezaba ya a alborear cuando la chica despertó con inquietud, poseída por un vago remordimiento, un repulgo de contrición. ¿Por qué había tratado así a su esposo? Tan amable que era él; tan complaciente siempre. Decidió entonces enmendar su error. Le dio un besito en la frente a su marido, para despertarlo. Nada... Un besito en la mejilla. Nada... Un besito en los labios. Nada... Un besito en el cuello. Nada... Un besito en el pecho. Nada... Un besito en el estomaguito. Nada... Un besito en... Nada... Nada... Por fin él abrió los ojos. Seguía aún enojado por la forma en que lo había tratado su mujer. Le preguntó, molesto. "¿Qué haces? ¿Qué quieres?" Ella, tímidamente: "Mi vida: ¿nos echamos un pokarito?" El muchacho respondió con brusquedad usando la misma expresión que había empleado ella: "No. Paso". Entonces la chica levantó la sábana; miró la consabida parte de su maridito y le preguntó asombrada: "¿Y con ese juegazo pasas?"... Igual nos sucedió a los mexicanos: teniendo el juegazo del petróleo tuvimos que pasar. Durante muchos años fincamos nuestra economía en ese recurso. Con amarga sonrisa recordamos ahora el tiempo aquel en que se hicieron en la sonda de Campeche hallazgos petrolíferos que fueron considerados fabulosos. El entonces Presidente, José López Portillo, nos dijo que la riqueza de nuestro país sería tan grande que en adelante de lo único que tendríamos que preocuparnos sería de aprender a administrar la abundancia. Cuando memoro esas palabras acude a mi mente la dolorida copla de Manrique: "Ved de cuán poco valor / son las cosas tras que andamos / y corremos...". Como doble de campana funeral suenan los versos de pie quebrado del poeta. Igual eco tuvieron, funerario, las palabras de Enrique Peña Nieto al anunciar la muerte de la gallina de los huevos de oro. No murió de su muerte: la matamos a golpes de ineficiencia y corrupción. En su velorio, como en todos, contaremos chistes, consuelo único que los mexicanos tenemos en la adversidad. Uno de esos cuentos será el de aquellos dos lagartos que se encontraron en un río de Tabasco. Uno de ellos se veía flaco, hambriento. El otro, contrariamente, lucía gordo y bien cebado. El primero se quejó de que con las exploraciones petroleras se había acabado la ganadería: no había ya reses qué comer. "Haz lo que yo -le aconsejó el otro-. Llevo ya dos años comiéndome un ingeniero de Pemex cada día, y es fecha que aún no se dan cuenta"... FIN.