Plaza de almas
Año de 1915. Es presidente de México don Venustiano Carranza. Se le da siempre el título de don no tanto por su edad como por el respeto con que se le mira. Mirémoslo nosotros. Se ve más alto de lo que en verdad es. Imponen su traza y su actitud. La vellida barba le confiere un aspecto venerable que no amenguan los espejuelos que usa. Viste su acostumbrado atuendo de Primer Jefe, atavío que no es del todo civil ni del todo militar. Se cubre con el sombrero que en el sur llaman fronterizo, y texano en el norte. Parco en el habla, y en el gasto parco, aunque tiene sonora voz no dice más que lo indispensable, y suele anotar en una libreta que lleva consigo los pesos y centavos que desembolsa cada día cuando viaja. Se ha hecho fama de terco y obstinado: quienes lo conocen bien lo tildan de cabeciduro; afirman que no le entra ni el hacha, que no tiene puertas. Eso quizá le viene de sus ancestros vascos, campesinos del norte coahuilense que no dicen dos palabras cuando pueden decir una, y que una vez que la han dicho no la retiran ya. A don Venustiano lo ocupa ahora la guerra que le hace Pancho Villa. Los Estados Unidos, que ven con malos ojos al pugnaz caudillo, apoyan al gobierno carrancista, pero el presidente Wilson ha decretado un embargo a fin de que ni uno ni otro bando puedan tener acceso a armas o parque procedentes del país del norte. Un día de diciembre don Venustiano recibe una llamada telefónica. Quien llama es el general Francisco Millán, comandante militar de Veracruz. Le informa que un barco mercante norteamericano, el "Morro Castle", había empezado a descargar cajas, supuestamente de herramientas, consignadas a un comerciante del puerto. En las maniobras una se desfondó, y de ella cayeron rifles de combate y balas. De inmediato hizo incautar las cajas que habían sido ya descargadas y mandó que se descargaran las demás, pues se trataba de un evidente caso de contrabando. El capitán del "Morro Castle" no sólo se negaba a entregar el resto de la carga: exigía, altanero, la devolución de las cajas incautadas, y amenazaba con solicitar la intervención de un cañonero americano que estaba en el puerto. Pediría además la protección de su gobierno. El general Millán esperaba instrucciones del Presidente sobre la conducta que debía asumir. No vaciló Carranza. "Advierta usted al capitán de ese barco -le ordenó a Millán- que por estar en aguas mexicanas está sujeto a nuestras leyes, y que proceda de inmediato a desembarcar su carga. Si se niega aborde usted el barco con fuerza armada y requise el cargamento. En caso de ataque del cañonero tome las providencias necesarias para repelerlo. Y diga a ese capitán que si por su desobediencia a las leyes de México y al derecho internacional debemos enfrentar al gobierno de su país, bienvenido sea ese enfrentamiento, que no deseamos, pero que tampoco tememos". Un periodista de aquel tiempo, Carlos Filio, hizo la reseña de ese episodio de la Revolución y escribió: "La vida de don Venustiano Carranza puede tener sus oscuridades, hijas de la reciedumbre del mando y de su voluntad tozuda e imperativa; pero los aciertos del hombre son de tan copiosa claridad de patriotismo que las sombras se diluyen". Esa reciedumbre y esa firme voluntad son necesarias en la hora actual, cuando afrontamos la embestida de un Presidente norteamericano desquiciado, negador de todo derecho y toda razón. Ante sus amenazas e insolencias un ejemplo como el de Carranza es lección presente, aunque pertenezca al pasado. Por encima de cualquier consecuencia están la dignidad de México y su soberanía. En su defensa el Presidente de hoy debe mostrar la fortaleza y temple que mostró el Presidente de ayer... FIN.