La Ley de Seguridad Interior, que busca legitimar la actuación de las Fuerzas Armadas en funciones policiacas, está detenida provisionalmente en el Congreso. Esta pausa la aprovechan numerosas voces de organismos defensores de los derechos humanos para gritar su inconformidad y advertir lo que la experiencia enseña: poner a militares a cargo de la seguridad pública no hará más que inundar al país de violencia, sangre, terror, desapariciones forzadas, desplazamientos, violaciones y ejecuciones extrajudiciales.
Mientras en la Cámara de Diputados se determinó suspender por el momento el proceso de aprobación de la Ley de Seguridad Interior, voces de defensores de los derechos humanos se siguen sumando al rechazo a normalizar la presencia de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública, ante las evidencias de abusos contra la población civil.
Los cuestionamientos sobre la efectividad de mantener el despliegue castrense al frente de la seguridad se aceleraron tras el operativo de la Secretaría de Marina (Semar) en Tepic para abatir a 13 personas, entre ellas un presunto lugarteniente del Cártel de los Beltrán Leyva, el jueves 9.
El martes 14 el presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), Luis Raúl González Pérez, informó que pese a que el organismo no había recibido quejas por los hechos en Nayarit, estaba investigando el asunto, al tiempo que se sumó a las exigencias de organizaciones civiles dirigidas a los legisladores para abrir la discusión sobre la pertinencia de mantener a las Fuerzas Armadas al frente de la seguridad.
González Pérez dijo: “Ninguna regulación debe trasgredir competencias y sobre todo el respeto de los derechos humanos; ninguna regulación puede facilitar que haya torturas, que haya desapariciones, que haya detenciones arbitrarias”. Añadió que la seguridad pública debe “tener un eje a partir de la autoridad civil”.
Horas antes, miembros de organizaciones civiles y académicos habían exhortado públicamente a los legisladores a “detener” las iniciativas de la Ley de Seguridad Interior.
Entrevistados por Proceso, defensores de los derechos humanos –algunos de ellos han litigado casos relacionados con abusos cometidos por militares– exponen parte de la experiencia empírica que fundamenta su oposición a la pretensión de mantener a las Fuerzas Armadas en las calles.
Desde la Guerra Sucia
Con una lista de siete casos relacionados con detenciones arbitrarias, tortura y violación sexual en instalaciones castrenses en Baja California y San Luis Potosí, así como desapariciones forzadas, ejecución extrajudicial e inhumación clandestina en Morelos y Michoacán durante la guerra contra el narcotráfico, la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de Derechos Humanos (CMDPDH) ha representado ante el Sistema Interamericano de Derechos Humanos a la familia de Rosendo Radilla, desaparecido por soldados durante la Guerra Sucia en Guerrero, y a las hermanas González Pérez, indígenas tzeltales violadas por militares en Chiapas, en el contexto del alzamiento zapatista.
Su director ejecutivo, José Antonio Guevara Bermúdez, sostiene que “el patrón es que el Ejército en tareas de seguridad interior o de seguridad pública tortura, mata, desaparece; hace creer a la opinión pública que las víctimas son integrantes de la delincuencia organizada; fabrica casos en la supuesta lucha contra las drogas”.
Si las víctimas sobrevivientes o sus familiares deciden denunciar, agrega, los integrantes de las Fuerzas Armadas “destruyen evidencia, obstaculizan o no colaboran con las investigaciones penales; en tanto que la Procuraduría General de la República (PGR) no investiga estos hechos”.
Guevara advierte que si bien la impunidad es el sello que distinguió la actuación castrense durante la Guerra Sucia, el conflicto zapatista y la guerra contra las drogas, durante la gestión de Enrique Peña Nieto se ha adicionado “la brutalidad con que las Fuerzas Armadas están desempeñando sus tareas”.
“Lo que vemos ahora”, dice Guevara, “son masacres masivas a gran escala, como lo que acaba de pasar en Nayarit; eventos dramáticos como los de Tlatlaya u Ostula, Tanhuato o Apatzingán, donde no se descarta la participación militar”.
En la actual administración “la desproporción en el uso de la fuerza castrense es acompañada de la frivolidad política”; y explica que en casos como los de Nayarit o Tlatlaya, después de las matanzas la constante ha sido la salida de las procuradurías locales a tratar de justificar la actuación militar.
“Vemos una terrible frivolidad, porque el patrón es que inmediatamente se criminaliza a las víctimas diciendo que son narcotraficantes o líderes de cárteles, y además creen que por ese hecho se justifica el uso de la fuerza con esas características, que es inadecuado porque no estamos en una guerra en tiempos de paz; el objetivo de las fuerzas de seguridad debe ser detener a las personas y por las imágenes no pareciera que el objetivo de ese helicóptero era detener a nadie, iban a ejecutarlos”, puntualiza Guevara Bermúdez.
Señala que hay cifras que reflejan algunos rasgos preocupantes del despliegue de las Fuerzas Armadas en los últimos años: de diciembre de 2006 a diciembre de 2014, de las 4 mil 55 denuncias por tortura que llegaron a la PGR, en mil 273 casos las víctimas identificaron a sus torturadores como militares o marinos. En ese periodo la CNDH registró 200 víctimas de tortura por parte de miembros de las Fuerzas Armadas.
A su vez, la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) admitió que de 2007 a 2014 había integrado 229 expedientes contra miembros de sus tropas por esa práctica en agravio de 358 ciudadanos.
Según información recabada por la CMDPDH mediante solicitudes de información, en el periodo mencionado marinos y soldados detuvieron a 64 mil personas, en tanto que en ese mismo periodo la CNDH registró 4 mil 404 quejas por tortura y tratos crueles, inhumanos y degradantes.
De acuerdo con la sistematización que hace la CMDPDH, de 143 recomendaciones emitidas por la CNDH de 2006 a 2016, 90 están dirigidas a la Sedena, 50 por tortura, 34 por ejecución extrajudicial y seis por desaparición forzada. En el caso de la Semar, tiene 16 recomendaciones por tortura, nueve por ejecución y tres por desaparición forzada.
En entrevista, Santiago Aguirre, subdirector del Centro de Derechos Humanos Agustín Pro Juárez (Centro Prodh), dice que generalmente los afectados por la acción desmedida de las fuerzas castrenses no alcanzan la justicia.
Recuerda que ni siquiera “se han traducido en sentencias firmes” algunos casos que llegaron a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CoIDH), como los de las indígenas Valentina Rosendo Cantú e Inés Fernández Ortega, violadas, o los campesinos ecologistas Rodolfo Montiel y Teodoro Cabrera, torturados.
“Lo que observamos en el Centro Prodh es que las investigaciones se abren y nunca son consignadas ante una autoridad judicial, justamente porque constatamos en estos casos que las autoridades civiles no ejercen su labor de contrapeso frente al poder militar, y esa es una de las situaciones que distinguen a la última década en México: los abusos militares no sólo ocurren en mayor número e intensidad, sino que permanecen impunes”, resalta Aguirre y señala que del 1 de enero al 31 de diciembre del año pasado la CNDH registró 700 quejas contra las Fuerzas Armadas.
De la reticencia de la PGR para investigar abusos graves cometidos por las fuerzas federales, el presidente del Comité de Derechos Humanos de Nuevo Laredo, Raymundo Ramos Vázquez, ha denunciado que de 2011 a la fecha están abiertas “105 averiguaciones o carpetas de investigación por desaparición forzada y ejecución extrajudicial, en las que están involucrados miembros de la Marina, Sedena y la Policía Federal, y no hay uno sólo consignado ante un juez” (Proceso 2100).
Los Alvarado
El año pasado la CoIDH admitió el primer caso de desaparición forzada relacionado no sólo con la guerra contra el narcotráfico, sino con actividades de investigación de delitos.
Se trata de la desaparición forzada de los primos Nitza Paola, Rocío Irene y José Ángel Alvarado, del municipio de Benito Juárez, Chihuahua, quienes fueron detenidos y desaparecidos en diciembre de 2009 por militares que realizaban “labores de investigación, pues semanas antes se registró el secuestro, tortura y asesinato de varios funcionarios de la Policía Federal”, señala Alejandra Nuño, del Centro de Derechos Humanos de las Mujeres (Cedhm).
Este caso, en el cual se integraron ocho investigaciones en distintas instancias sin que se lograra localizar a los jóvenes, “evidencia el papel del Ejército en labores no sólo de seguridad pública sino de investigación criminal y los saldos desafortunados; cualquier grupo, aun sea de élite, no puede desempeñar esas labores cuando no está capacitado para ello”, apunta Nuño.
La desaparición de los Alvarado no es la única violación grave que reportó el Cedhm en la que hayan estado implicados militares, agrega Gabino Gómez, militante de esa organización, quien resalta que durante el Operativo Conjunto Chihuahua (2008-2010) hubo “un disparo de la violencia”. Narra que una vez que se desplegó el Operativo, al Cedhm “empezaron a llegar los testimonios de las víctimas, de los abusos de los militares, incluso abusos fundamentalmente contra las mujeres, las vieron como el botín de guerra”.
Mientras, en la Sierra Tarahumara la violencia era invisibilizada, llegando a niveles “de absoluto control de grupos criminales coludidos con las autoridades municipales y estatales; hace dos años y medio los rarámuris nos pidieron que intercediéramos para que se enviaran militares a la sierra”.
Pese a la convicción de que “la militarización no es la solución”, el Cedhm accedió a interceder por los indígenas, que han tenido que desplazarse ante la violencia, porque “persiste una situación de esclavitud: los grupos criminales los obligan a sembrar amapola”.
Sin embargo, hasta ahora las autoridades federales no han accedido a las peticiones de los rarámuris, y en cambio esa solicitud ha sido utilizada por el subsecretario de Gobernación Roberto Campa para desactivar los reclamos de organizaciones que piden la desmilitarización de los territorios.
“Lo que Campa no les dice es que ha negado la petición”, lamenta Gómez.
Quienes se arrepienten de haber pedido el apoyo castrense para abatir la violencia, son los policías comunitarios de Santa María Ostula, Michoacán, donde se quejan de hostigamiento por parte de los marinos instalados en las inmediaciones de su comunidad desde 2009.
Un miembro de la comunidad indígena, acreditado para dar información a Proceso pero que pide reservar su nombre por miedo a represalias, cuenta: “Primero eran los criminales de los que nos estábamos cuidando; ahora es de los marinos. Nuestro error fue solicitar a la Marina la base que está ahorita ahí. Nos salió el tiro por la culata”.
El comunero sostiene que de 2015 a la fecha la policía comunitaria de Ostula ha sufrido siete atentados, entre ellos una incursión de militares, marinos, policías federales y estatales, en julio de 2015, que ameritó una recomendación de la CNDH por la muerte de un menor y lesiones a 10 personas; y recientemente, el domingo 5, la detención, por parte de marinos, de cinco policías comunitarios que fueron entregados al crimen organizado y días después liberados.
En estados como Sinaloa, además del incremento de la violencia y las desapariciones, uno de los efectos del despliegue militar en tareas de combate al narcotráfico es el desplazamiento forzoso, reconoce Óscar Loza Ochoa, de la Comisión de Defensa de Derechos Humanos de Sinaloa.
A partir de los datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, Loza calcula que durante la Operación Cóndor, en los setenta, “desaparecieron casi dos mil pueblos” de la sierra sinaloense por la migración forzada de unas 100 mil personas, y advierte que lo que se está observando ante operaciones indiscriminadas de las Fuerzas Armadas en la sierra es “el desplazamiento hormiga”.
Al recordar que la última movilidad de dimensiones relevantes ocurrió en 2015, cuando campesinos de Tamazula, Durango, buscaron refugio en Cosalá, Sinaloa, durante la cacería que montó la Marina para aprehender a Joaquín Guzmán Loera, Loza se pronuncia contra cualquier intención de normalizar las operaciones de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad interior.
El peor estado
Sin duda el estado que tiene el peor récord de violaciones a los derechos humanos a manos del Ejército es Guerrero, donde se reclaman al menos 600 desaparecidos de la Guerra Sucia, y varios más durante el combate a las esporádicas acciones insurgentes surgidas a partir de 1996.
En enero de este año el Centro de Derechos Humanos de la Montaña-Tlachinollan sometió a consideración de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos el caso de Bonfilio Rubio Villegas, un indígena nahua que murió dentro de un camión de pasajeros contra el cual soldados dispararon indiscriminadamente en 2009, sin que a la fecha haya sanciones para los responsables.
Abel Barrera Hernández, director de Tlachinollan, sostiene que la entidad suriana es el mejor ejemplo de cómo “es el Ejército el que se ha ocupado de la seguridad pública y ha permitido o ha dejado que crezca esta alianza entre corporaciones policiacas y crimen organizado”.
Pese a esa presencia de décadas, dice, la violencia no disminuye en la entidad, y ciudades como Acapulco son consideradas de las más violentas del mundo, con dos a seis asesinatos diarios, en tanto que en otras, como Chilapa, en mayo de 2015, “estando militarizado el municipio, se permitió la entrada de un grupo de civiles armados que secuestraron personas que ahora están desaparecidas; hay quienes hablan de 70 y otros de 100”.
No sólo la violencia se ha incrementado, dice el defensor de los derechos humanos, sino que “es sintomático que a mayor militarización, mayor producción de mariguana y amapola, las redes criminales han crecido, hay regiones controladas por el crimen, hay todo un escenario que nos muestra el fracaso del Ejército en tareas de seguridad y que más bien nos ha acercado peligrosamente a un momento muy crítico, donde el crimen organizado ha tomado carta de naturalización”.
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