Plaza de almas
Don Augurio Malsinado, hombre a quien adversa fortuna persigue con encono, supo que aquel día no iba a ser su día. ¿Por qué lo supo? Porque al salir de su casa pisó una caca de perro. El ominoso vaticinio se cumplió, en efecto. ¿Cómo no iba a cumplirse si hasta en su nombre lleva el infeliz la mala suerte? "Nomen, omen", decían los latinos. En el nombre está el destino. Y el de don Augurio era aciago. Llegó a la oficina, y a su entrada todos arriscaron la nariz, pues le había quedado en los zapatos el tufo ingrato de la deyección canina. Luego el jefe lo reprendió, severo. Le dijo que estaba desechando los lápices cuando a fuerza de sacarles punta llegaban a medir pulgada y media. Debía hacerlos durar hasta que midieran una pulgada. Le repitió por enésima vez con tono de magíster: "Cuida los centavos, que los pesos se cuidarán solos". Finalmente el empleado Capronio, que gustaba de las bromas prácticas, fingió darle un abrazo de felicitación por el reciente Día del Amor y la Amistad, pero eso fue un ardid para pegarle con resistol en la espalda un letrero que decía: "Soy hijo de Trump", cosa que divirtió bastante al personal. Eso no sólo le echó a perder el día a don Augurio: también le arruinó el saco. No acabaron ahí sus desventuras. Al ir a su casa pasó frente al templo de la Santa Luz, y una paloma le zurró la cabeza. Las señoras que salían del rosario se rieron también de él a su sabor. El desdichado se preguntó si la paloma que le había jugado esa mala pasada lo conocía, si estaba ejerciendo alguna oscura venganza contra él. No recordó haber hecho nunca ningún daño a una paloma. Al contrario, los domingos les llevaba migas de pan a la plaza principal y les impresionaba placas con el tomavistas. (Así decía don Augurio por decir que les tomaba fotos). En la casa su mujer puso el grito en el cielo cuando supo lo del saco: "Era el único decentito que tenías", y se burló de él con acritud por lo del perro y la paloma. "Debí casarme con Afelio -le dijo una vez más-. Él nunca pisó una caca, ni permitió que le cayera alguna". El señor Malsinado hizo entonces lo que hacía siempre que su esposa se ponía así: fue al parque Alfonso XIII. También a la estatua del monarca la zurraban las palomas, pese a su realeza. Ahí se sentó en una banca a meditar en la triste vida que llevaba. Pasó por ahí un vendedor de lotería, y don Augurio le compró un entero. Lo hizo por masoquismo, para confirmar su mala suerte. Y sucedió algo increíble: ganó el premio mayor. De la noche a la mañana se vio convertido en millonario. Renunció a su empleo -¡adiós jefe; adiós lápices; adiós empleado Capronio!-, y se compró una docena de sacos en variados estilos y colores. Con eso se sintió compensado por los años de infelicidad que había vivido. Pero no hay dicha duradera. Muy bien lo dice el tango: contra el destino nadie la talla. Después de vivir como rico un par de meses el pobre Malsinado salió un día de la mansión que habitaba y pisó otra caca de perro. Con eso le llegó la desgracia. Su mujer se divorció de él y se fue a vivir con sus hijas a Miami, pues todo el dinero y las propiedades estaban a su nombre. Don Augurio es ahora más infeliz que antes. Apenas tiene para malcomer, y ocupa un cuartucho alquilado. Lo único que su esposa le dejó fueron los sacos. Los ofreció en venta a sus antiguos compañeros, pero nadie los quiso comprar: el empleado Capronio dijo que podían contagiarles la mala suerte. Don Augurio se pasa los días, triste y deprimido, en su banca del parque, junto a la estatua del rey Alfonso XIII. Y llegan las palomas y los perros y... FIN.