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OPINIÓN DE SAMUEL PALMA CÉSAR

Cerca de sus noventa años de vida, ante la próxima celebración de su inicio como partido político el 4 de marzo, el PRI se encuentra en una difícil encrucijada, al grado que aún ganando las 3 elecciones para gobernador, en el Estado de México, Coahuila y Nayarit, que están por realizarse, se encontrará en graves dificultades; ni qué decir si cualquiera de esos comicios los pierde, y si esto ocurriese en el Estado de México.

Cierto, el 2016 fue un año brutalmente negativo para el PRI, pues en él se renovaron buena parte de los gobiernos estatales del país; fue derrotado en Tamaulipas, Quintana Roo, Aguascalientes, Durango, Veracruz, Puebla y Chihuahua; mientras que logró la victoria en Sinaloa, Oaxaca, Tlaxcala, Zacatecas e Hidalgo. Recuperó los gobiernos en 2 estados, en tanto perdió en 6 de ellos y mantuvo 3. El termómetro de esas elecciones intermedias, mostró una temperatura alta para el PRI, indicando la necesidad de introducir cambios de fondo.

Pero más allá de la coyuntura, el PRI parece no haber respondido al reto que le planteó la reforma electoral de 1996, y que agudizara sus derrotas en las intermedias de 1997, así como la pérdida de las elecciones presidenciales en el 2000 y 2006. Su triunfo en el 2012 parecía haber reformulado las posibilidades de ese partido, pero ahora se muestra que su problemática persiste.

Ese reto es el paso de su condición hegemónica a la circunstancia competitiva y con alternancia. Cierto, el diseño y la cultura del PRI procede de su diseño hegemónico; su adaptación a la fase competitiva ha sido imperfecta e insuficiente, muy a pesar del triunfo que lograra en el 2012.

No fue casual que después de la reforma electoral del 96, el PRI sumara reveses muy importantes, puesto que las adecuaciones aprobadas implicaran aspectos que modificaron el sistema que regulaba las contiendas políticas: la autonomía del IFE, la calificación de las elecciones a través de un método jurisdiccional, el financiamiento público de los partidos con una base de equidad, principalmente. Con ello se incentivó la competencia política y, por ende, la alternancia; por su parte, el PRI perdió ventajas legales con las cuales había venido operando.

En otras palabras, cambiaron las reglas del juego, y el PRI mantuvo básicamente su forma de operar y su diseño de partido, conforme a lo que se estableció en su tercera etapa, ya como PRI, en 1946, es decir un partido con una gran estructura indirecta compuesta por sectores: el agrario, el obrero y el popular, a lo que después se agregó el Movimiento Territorial.

La necesidad de impulsar una 4ta etapa, la del PRI de la competencia política y la alternancia ha sido una cita no cumplida desde 1996, y los resultados que se han obtenido dan cuenta de ello. Si bien el triunfo del PRI en 2012, pareciera descalificar esa hipótesis, puede decirse que más bien fue una situación excepcional, pues se combinaron varios factores que permitieron su victoria.

De cara a un nuevo aniversario de su fundación, el PRI debe cumplir con la cita de su reforma pendiente. En especial se encuentra su ausencia en el ejercicio del poder que se conquista a través de sus filas. Cierto, el PRI no puede pretender ser gobierno por sí mismo, pero sí puede y debe ser instancia reflexiva y demandante para que se cumplan sus orientaciones programáticas.

La necesidad de un PRI que influye en la vida política del país, ha estado ausente. También lo está la necesidad de aclarar su abigarrada estructura y su capacidad de cumplir con una militancia de tan larga trayectoria y compromiso, que tiende a salirse de sus filas.

En fin la agenda para un PRI renovado es amplia, y no parece atenderse. Existe la necesidad de una propuesta actualizada frente a lo que ahora vivimos, en términos de una mudanza del neoliberalismo al neoproteccionismo en el escenario mundial. ¿Y las propuestas del PRI?

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