Hace 32 años, el 19 de septiembre de 1985, la ciudad de México se quedó sin noticias. El terremoto de aquel día dejó a la capital del país sin luz, sin teléfonos, y sobre todo, sin esa ventanilla única que conectaba la casa con el mundo: la televisión.
He contado alguna vez que cuando la tierra dejó de moverse seguí leyendo la novela que había empezado la noche anterior. Mi generación no temía a los temblores, no había una conciencia clara de su poder destructor. A lo lejos, en el mundo de relatos familiares, estaban las historias de la noche en que se cayó El Ángel y los sobresaltos que algún temblor de madrugada nos había dejado. Pero nada más.
Mientras miles de personas se debatían entre las ruinas, el polvo, los escombros, muchas otras tardamos horas en tomar conciencia de lo que había ocurrido.
El periodista Jacobo Zabludovsky era una de las pocas personas con teléfono instalado en su automóvil que había en la ciudad. Ese regalo de la tecnología le permitió hacer la crónica del desastre, que pronto se volvió legendaria.
Pero de aquella crónica solo se enteraron quienes estaban pendientes de la radio. Era increíble. Incluso a los que lograron escuchar la relación les llevó tiempo saber bien a bien lo que había ocurrido.
“El Ángel está arriba, no creo que haya pasado nada grave, además veo el Seguro Social cuya enorme fachada es ahora de vidrio, no falta ningún vidrio. Un señor está corriendo, haciendo jogging. Me voy a seguir”, dijo Zabludovsky.
El temblor de ese día tuvo una violencia inusitada. Mi casa se bamboleaba de tal modo que el agua de los tinacos se comenzó a derramar. Pero mis verdaderos recuerdos comenzaron cuando un tío tocó la puerta, pálido, demudado, y nos dijo que todo se había caído.
Me mandó a recorrer las casas de todos y cada uno de mis parientes hasta constatar que estuvieran bien. Tomé una vieja bicicleta gris y empecé a pedalear.
Los rostros que hallé en la calle eran los mismos que volví a ver en el camellón de Mazatlán 32 años después. Miedo, azoro, incredulidad, histeria.
Me fui internando en un paisaje de horror. No miento cuando afirmo que aquellas imágenes se volvieron mi sombra durante muchos años. Metro a metro, calle a calle, colonia a colonia, constaté el tamaño de la devastación.
En cierta calle de la Roma me sentí perdido. No sabía dónde me encontraba porque los referentes de toda mi vida habían desaparecido. Esa sensación es una de las experiencias más brutales que me ha deparado esta ciudad.
Perdón por repetir este lugar común, pero era el mundo antiguo. Cuando volví a mi casa, atravesando la ciudad oscura nueve o diez horas después, le relaté a mi hermana cuanto había visto. De ese modo conoció la magnitud del desastre.
Al día siguiente fui a donde estuvo el Multifamiliar Juárez y me pasé el día acarreando escombros. Ese día escuché las otras historias del temblor.
Así que aquel temblor se transmitió por radio, y también boca a boca. Iba a terminar el siglo XX, pero yo me enteré de todo del mismo modo en que la gente se enteraba de las cosas en el siglo XVI: en una esquina, platicando con los otros.
Un día, un muchacho de 2017 hará la crónica del temblor del 19 de septiembre. El primer desastre natural que se relata y se articula desde las redes.
En 1985 corrimos hacia las ruinas por instinto, como una manada de lobos. En 2017 la energía social se articuló a través de la tecnología. En cosa de minutos el Aleph de las redes sociales nos entregó fotos, videos, audios, llamadas de auxilio, solicitudes de víveres y herramientas. Supimos a qué lugar exacto acudir y específicamente qué llevar. Las redes dirigieron grúas, trascabos, camionetas, tráileres. Todo lo que demandaba la emergencia.
¿Fue cierto que alguien sepultado entre los escombros logró enviar un mensaje de texto a sus familiares para indicarles su ubicación aproximada? Pudo ser.
Cuando pase el tiempo y se aplaque el polvo emergerán nítidamente las historias.
Mi amigo Juan Antonio me relató una. Entre la cascada de tuits que circularon a partir del terremoto, hubo uno que le llamó la atención: “Ayúdenme a encontrar a la familia de este chavo. Perdió la memoria y no encuentra a su familia”. El tuit venía acompañado por una fotografía, el rostro de un joven que sonreía a la cámara con un dejo alternativo de bondad y de tristeza. Foto y mensaje contenían “algo potente, casi devastador”, me dijo. “No pude borrarme esa cara”.
En su cuenta, mi amigo tiene 10 mil seguidores. Enviar un tuit le pareció un buen principio. Escribió un mensaje de auxilio y dice que sintió como si lanzara una botella al mar.
El joven se llamaba Víctor Manuel y había llegado a un gimnasio de la Condesa. El tuit comenzó a correr, y rápidamente tomó vuelo. Cada pocos minutos alguien lo compartía.
“Estaba ocurriendo algo imparable, inusitado, al menos en lo que respecta a mi cuenta de Twitter”, dice Juan Antonio. “Creo que el mensaje y la foto produjeron en otros tuiteros el mismo efecto que a mí”.
Durante el resto del día, su celular sonó y sonó. “Retuiteaban y retuiteaban”, cuenta.
Pasó el jueves completo.
A la mañana siguiente, el periodista tomó el teléfono y encontró un mensaje y un video: “Muchas gracias por ayudarnos a difundirlo. Víctor localizó a su familia”.
Tal vez no sabremos qué ocurrió, cuáles fueron los detalles, qué clase de historia era aquella.
En todo caso recordé mi bicicleta, y el temblor ocurrido el otro siglo, y sentí vértigo. En serio, absoluto vértigo.