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Así comenzó el reino del caos

 
 
+ Los hombres exigían justicia, pero nadie puso un pie en la cárcel por tan lamentable hecho de que la tierra se había tragado un Jetta entero
 
+ Después, la tierra tembló no sólo en Cuauhnáhuac sino en todo el valle de Anáhuac y el Tec de Monterrey
 
 
En aquel tiempo, los hombres querían dominar la tierra, agrandar los caminos, disfrutar otros placeres. Esos hombres llamaron a otros hombres a una reunión para decidir cómo hacer más rápido el recorrido de la vereda de asfalto entre la Ciudad de México y Acapulco, la tierra prometida, paraíso tropical donde renace cada noche la vida, el descanso y el reggaetón.
 
Aquellos hombres, que habían sido llamados no por ser hábiles ingenieros, sino por haber leído a Machado y saber hacer camino al andar, trajeron máquinas y cientos de más hombres, guiados por el sabio consejo de que ensanchando el camino de cuatro a diez carriles, el tiempo se acortaría.
 
Y como lo dijo el profeta, allí habría una calzada, un camino, y fue llamado Paso Express Tlahuica; y los hombres quisieron eliminar la recaudación de los impuestos y dejaron libre y dividido el camino, de tal manera que aquellos que vinieran de la llamada CDMX no se internaran nunca en el valle de Cuauhnáhuac y de regreso de Acapulco tampoco; solamente los lugareños podrían utilizar las orillas de la vereda para ir de un lado a otro dentro del mismo valle.
 
Todos los dueños de autos quisieron usar la remodelada vía. Llamaron al presidente de la Nación y vino. Anunció las buenas nuevas, sin vanagloriarse, sólo para cumplir el deber impuesto por el mandato popular del voto. Y allí permanecieron las cosas: los lugareños por las orillas y los paseantes por los caminos centrales.
 
Al poco tiempo, nadie recordaba que las barrancas que cruza ese paso fueron sepultadas bajo toneladas de concreto; que la lluvia acaecida sobre el valle de Cuauhnáhuac escurre por esas barrancas y que era mala conducta depositar desechos de todo tipo en esos cauces naturales.
 
El dios del trueno envió tanta lluvia esa temporada, que el agua socavó el camino y se tragó un Jetta entero, con sus ocupantes: dos trabajadores de una distribuidora de pollos Pavos Parson, por todos llamados (los trabajadores no los pollos) Juan Mena y Juan Mena hijo, quienes pagaron caro transitar esa madrugada por el kilómetro 93 de ese camino.
 
Derribado parcialmente, el camino fue cerrado y empezó el reino del caos, que aún no termina: nadie sabía cómo extraerle a la tierra lo que se había comido, los hombres lectores de Machado sabían hacer caminos, no explorarlos en el subsuelo y los hombres que los llamaron y que les habían pagado contradecían sus palabras sobre el origen de ese enorme boquete.
 
El Jetta fue sacado con grúa muchas horas después, cuando los trabajadores Mena ya habían fallecido en su interior, los gobernantes ofrecieron dinero para reparar los daños y los hombres que hicieron los caminos sólo hablaron de dar más dinero por la pérdida de esas inocentes vidas. Los hombres exigían justicia y nadie puso un pie en la cárcel por tan lamentable hecho.
 
Los Mena fueron sepultados dos veces más: después de una última parada en la capilla del Espíritu Santo sus restos fueron a parar al cementerio y un alud de información sobre otra tragedia los borró por completo: hubo dos estremecimientos en el campo y entre todo el pueblo y la tierra tembló; fue un gran temblor.
 
El primer temblor, del 7 de septiembre, fue apenas un aviso de lo que vendría: la fatal fecha del 19 de septiembre repetía el estremecimiento que ya había experimentado 32 años antes. Solo que esta vez, el origen fue muy cerca de Cuauhnáhuac, un pueblo llamado Axochiapan, municipio conocido por muchos como la Siberia morelense.
 
Y la tierra tembló no sólo en Cuauhnáhuac sino en todo el valle de Anáhuac y el Tec de Monterrey, asentado no en Nuevo León sino en CDMX, donde las edificaciones mal hechas de ladrillo y no de piedra y más altas que las viviendas familiares colapsaron y quedaron sus restos, de entre los cuales fue necesario buscar a los hombres que se habían quedado atrapados.
 
El valle de Cuauhnáhuac y Morelos entero sufrieron más por el caos reinante que por el estremecimiento de la tierra, que derribó muchas casas, porque a los pueblos al sur de ese valle sólo puede accederse de manera rápida por el paso tlahuica, cerrado al tránsito de los vehículos pesados desde la muerte de los Mena. Entonces la ayuda no llegaba o tardaba mucho tiempo en llegar.
 
Mientras, los hombres, sin sus gobernantes, hacían eco de las palabras de Pablo: consolaos y edificaos los unos a los otros. Y se organizaron en brigadas para compartir ayuda, transporte, alimentos, enseres domésticos y cobijas. Y los artistas y los ingenieros y los reporteros y los llamado milenials, que eran como postadolescentes autistas, se hicieron héroes en Jojutla, Cuautla, Tetela del Volcán y otros lugares. A su manera, ayudaron.
 
Poco alivio pudieron brindar los gobernantes, acusados de retener víveres en bodegas oficiales para usarlos con fines inconfesables. Sin que se lo pidieran los habitantes o quizá por eso mismo regresó el presidente de la Nación y quiso dar las buenas nuevas, sin vanagloriarse, sólo para cumplir el deber impuesto por el mandato popular del voto, pero pocos lo escucharon.
 
Y las cosas no volvieron a ser igual entre los hombres. De los gobernantes nadie se fiaba ni se fía ya. Los hombres que fueron llamados para ensanchar los caminos no han vuelto al lugar donde la tierra se traga los coches: prometieron y no han cumplido construir un puente sobre el enorme hoyo y así salvar a los lugareños, que seguirán usando las orillas de la vereda de asfalto para ir de un lado a otro dentro del mismo valle.
 
Los hombres contaron más de cien muertos entre las obras del Paso Tlahuica y el temblor del 19 de septiembre; sus restos reposan en algún sitio ya. Sus nombres jamás fueron revelados al pueblo, que siguió relegado por los hombres del poder y sus deseos de dominar la tierra, agrandar los caminos y disfrutar otros placeres.
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