El cerillo
De todas las barbaridades que ha hecho Donald Trump desde que llegó a la Casa Blanca, sin duda ésta es la más peligrosa.
Algunas de sus medidas apuntan a la crisis económica, muchos de sus tuits son racistas, varios decretos violan derechos humanos, no pocas posturas reflejan un estándar moral pobrísimo, un sinnúmero de sus argumentos no tienen base real (fake news) y en demasiados momentos ha sido pescado en incongruencias flagrantes.
Pero reconocer a Jerusalén como capital de Israel es de todos sus hechos el peor porque puede desatar una guerra. Y por si fuera poco, en la región más volátil del mundo, cuya estabilidad es frágil y que a la menor provocación estalla.
Esta no es una menor provocación. Es una mayor provocación.
Entendí la tensión la primera vez que me paré en el Muro de los Lamentos, en el corazón de la ciudad vieja de Jerusalén. Es tierra santa para todos. Para los católicos, la Biblia está llena de referencias. Y usted puede tomar un tour que lo lleva por las calles que se deduce fueron recorridas por Jesucristo mientras cargaba la cruz en lo que derivó en las catorce estaciones del viacrucis o hacer oración en el sepulcro del Mesías, que está a unas cuadras.
Pero los católicos juegan poco políticamente comparados con la crujiente relación judíos-musulmanes. Y en el Muro de los Lamentos queda diáfano y sencillo: este gigantesco Muro, el sitio más sagrado para la religión judía, es parte de la pared exterior de la mezquita de Al-Aqsa, tercer sitio más sagrado para el Islam, pues su creencia marca que ahí ascendió Mahoma a los cielos. ¿A quién le corresponden esas piedras? ¿De quién es la estructura si es la misma, pero de un lado de la pared es judía y del otro lado musulmana? Sagrada por las dos caras.
Ese sitio histórico de 60 metros de longitud expuestos al público en una explanada que es lugar de oración y polo turístico es sólo un mínimo pedacito de Jerusalén, llena por todos lados de simbolismos que reivindican unos y otros con tal pasión que ha desatado manifestaciones violentas, atentados terroristas y guerras.
En este tambo de gasolina, Donald J. Trump decidió arrojar un cerillo. Sin que nadie se lo pidiera, sin que se pueda ver ningún propósito estratégico detrás. Es tan absurdo que sólo hace pensar que Trump está empeñado en minar la fuerza, posición e influencia de Estados Unidos en el mundo. Todos los países relevantes en el escenario internacional se le fueron encima, se dijeron preocupados y/o marcaron distancia de la determinación. No se diga las naciones árabes. Bueno, hasta grupos de israelíes y judíos en su país y en el mundo están espantados por las consecuencias de tan locuaz decisión.
Incomprensible por todos lados, se antoja deducir que hay en esta medida un elemento presente en todo lo que hace Trump: racismo. Puro y duro antiislamismo. Y quizá una muy conveniente cortina de humo cuando sigue subiendo la marea de su juicio político. Sobre todo si se piensa que la siguiente ficha apuntada para caer es el yerno Jared Kushner, de religión judía. Y él es el que lleva la relación del gobierno de Estados Unidos con Israel.
Fiesta en el Kremlin. Otra.