Plaza de almas
Yo no la he visto nunca, créanme, y siempre he vivido aquí. Me gustaría poder decir que la muchacha se me ha aparecido -eso daría prestigio de leyenda a la casona-, pero si lo dijera estaría mintiendo, y yo jamás digo una mentira. A menos, claro, que sea absolutamente necesario. Bien quisiera yo confirmar lo que la gente de tres generaciones ha contado: que algunas noches vaga por los aposentos de la casa el espectro de una mujer joven que lleva en los brazos a un bebé igualmente fantasmal. Cuando la sombra se topa con alguien perteneciente al mundo de los vivos le tiende a su criatura, suplicante, como entregándosela para que la saque del silencio y las sombras de la muerte y la lleve a la luz y los ruidos de la vida. Quienes han tenido ese encuentro confiesan que han huido por el miedo. Las mujeres ni siquiera alcanzan a persignarse, y a los hombres les falta valor para hacer aquello que han dicho en conversaciones de cocina: que en presencia de un alma en pena se le debe recitar la oración llamada de las Siete Verdades, con lo cual el ánima vuelve solita al purgatorio. El tío Quico -se llama Pacífico- es librepensador. Y lo es no sólo teórico, sino también práctico. Un día puso en aprietos al señor cura García Siller, encargado de la parroquia del Sagrario, cuando por pura chunga fue en compañía de dos de sus amigos -secuaces, en palabra de su catoliquísima mamá- a pedirle que oficiara una misa en sufragio del alma de don Benito Juárez con motivo de su aniversario luctuoso. Pues bien: el tío Quico es testigo de la existencia del fantasma. Razona el hecho de que otros no lo hayamos visto diciendo que para ver aparecidos se debe tener un don semejante al de la radiestesia -esa facultad que tienen los que pueden localizar agua subterránea o tesoros ocultos-, habilidad natural que unas personas poseen y otras no, por lo cual no son capaces de ver a los espíritus. Todo se puede explicar científicamente, afirma. Dijo que había visto a la muchacha, y que ella le ofreció a su criatura, pero él no la tomó. Y no por miedo, aclaró, sino para no echarse un compromiso. Según el antiguo relato la joven tuvo un novio que la dejó encinta. Su padre no sólo la repudió: temeroso de que la deshonra de la familia fuera conocida encerró a su hija a piedra y lodo en un sótano. Ahí dio a luz la muchacha, sola, sin asistencia alguna, por lo que murió a consecuencia del parto. Sobre su cuerpo muerto murió después su criaturita, de hambre. El padre hizo tapiar el sótano, que sirvió así de tumba a la madre y al hijo. Poco tiempo después la infeliz empezó a aparecerse. Llevaba en los brazos a su niño y lo tendía con desesperación para que alguien lo recogiera y lo salvara de vivir para siempre en la nada. No se sabe si fueron los remordimientos o el terror que les causó ver aquella aparición lo que hizo que los padres abandonaran la finca. Años después otros miembros de la familia -mis abuelos- la ocuparon de nuevo. Oí decir que la tía Chagua, que fue casada pero no tuvo hijos, por lo cual su marido la dejó, solía andar de noche por las habitaciones de la casa para ver si la muchacha se le aparecía y le daba a su criatura. "En mis brazos el niño volvería a vivir", aseguraba, "y yo lo criaría como si fuera mío". Añadía con esperanzada convicción: "Si hay niños que se convierten en fantasmas, ¿por qué no puede haber fantasmas que se conviertan en niños?" Los hombres murmuraban: "Está loca". Las mujeres la compadecían: "Pobrecita". Yo me acuerdo vagamente de la tía Rosaura. Era blanca, muy blanca; tenía los ojos de un color indefinido, como gris. Aunque estuviera con alguien parecía estar siempre sola. Yo la veía, y era como mirar un fantasma. El tío Quico juraba que era igualita a la muchacha que se aparecía... FIN.
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