El “silencio sísmico”
Decidí escribir estas líneas luego de hacer una visita a la primera central sismológica que hubo en el país, la de Tacubaya. Esa pequeña estación, inaugurada en 1910 durante los festejos del Centenario de la Independencia, ha cobrado una inquietante actualidad en la temporada de sismos y temblores que estamos atravesando.
Ahí está el registro de todos los horrores telúricos que el país ha vivido desde la primera década del siglo XX.
El primer temblor serio que la estación registró sobrevino el 7 de junio de 1911, y pasó a la historia como el “temblor maderista”, porque ese día Francisco I. Madero entró en la Ciudad de México, al frente de la revolución triunfante.
Los capitalinos se habían ido a la cama llenos de euforia. Al día siguiente Madero arribaría a la Estación Colonia. A las seis de la mañana la tierra crujió. Comenzó uno de los peores terremotos de los últimos 50 años. Tuvo una intensidad que nadie recordaba. Al menos, eso fue lo que refirió El Imparcial:
“Angustioso despertar de la ciudad. El temblor de ayer no ha tenido precedente”.
En 22 calles de la metrópoli se levantó el pavimento. En avenida Chapultepec estallaron las tuberías de agua potable. En San Cosme, el cuartel de Artilleros colapsó y dos baterías completas quedaron sepultadas bajo los escombros.
“Fue espantoso el ruido de los muros al venirse por el suelo”, reseñó El Imparcial.
Tal vez habría algunos viejos que recordaran el 7 de abril de 1845, cuando vino el llamado “temblor de San Epifanio”: a las cuatro de la tarde vino el sismo. Se cree que su magnitud fue de 8 puntos. La destrucción abarcó todos los puntos de la ciudad. El Conde de la Cortina reportó una serie de fenómenos magnéticos —que recuerdan esas luces azules que aparecieron en el cielo durante el terremoto ocurrido la noche del pasado 7 de septiembre.
El “temblor maderista” resultó infinitamente más letal: 200 casas colapsaron o sufrieron cuarteaduras. La ciudad se quedó sin luz. Corrieron noticias de gente sepultada, sobre todo en Peralvillo, Guerrero, San Rafael y Santo Tomás.
Hubo desplomes en la Normal de Maestros, la Escuela Nacional Preparatoria, la cárcel de Belén, el Palacio Nacional y el Instituto Geológico.
Arranco de El Imparcial estas frases: “fúnebre amontonamiento de cuerpos llenos de polvo amasado en sangre”, “cadáveres horrorosamente machacados”, “bocas con dentaduras quebradas”, “ojos trágicamente saltados de las órbitas”, “escombros de los que sacaban un muerto, y otro, y otro más”.
Hay en la estación un mapa que ubica en su punto exacto el epicentro de los sismos ocurridos en México a partir de entonces: por ejemplo, el terremoto de 8.1 ocurrido en 1932 en la costa de Jalisco; el terremoto que vino aquella madrugada de 1957 desde la costa de Guerrero y provocó la caída de El Ángel; el terremoto de 7.6 que vino de Oaxaca, y nos despertó una madrugada de finales de 1978.
Y desde luego, el terremoto del 19 de septiembre de 1985, detonado cerca de la desembocadura del Río Balsas, frente a la costa de Michoacán, que provocó daños inmensos en la Ciudad de México (8.1), y también el terremoto que llegó desde Colima el 9 de octubre de 1995 y tuvo una intensidad de 8.0.
Lo que no hay en ese mapa, lo que la estación no ha registrado prácticamente desde su inauguración, es un terremoto de cierta importancia que proceda de la llamada “Brecha de Guerrero”: una región ubicada frente a la Costa Grande, que abarca más de 200 kilómetros y se encuentra más de cien kilómetros más cerca de la Ciudad de México que la placa del Balsas.
El “silencio sísmico” que la brecha ha mantenido durante más de un siglo aumenta las probabilidades de que ocurra, según los expertos de la UNAM, un sismo de gran magnitud —que resultaría fatal para la región comprendida en la brecha, y que arrojaría un saldo trágico para la ciudad que fue construida sobre el lecho de un lago seco: nuestra Ciudad de México.
No se pone en marcha aún la reconstrucción, luego del sismo aterrador del 19 de septiembre de 2017, y todo se halla empantanado por la mezquindad, la avaricia, el cálculo, la corrupción, la politiquería.
No se levanta la ciudad, y la ciudad ha recibido un nuevo aviso: el sismo ocurrido el viernes pasado.
El “silencio sísmico” de la brecha —la amenaza inminente que representa para millones de mexicanos— debería bastar a la clase política para hacerle olvidar por un instante su miseria electoral, obligarla a resolver de manera transparente un capítulo atroz, y llevarla a prepararse, a prepararnos, para el capítulo que viene.
Porque todo indica que hay un sismo que viene.
@hdemauleon
demauleon@hotmail.com