La pesadilla de La Unión
Quedamos de vernos en un café de la colonia Cuauhtémoc, pero ese mismo día mi amiga L canceló. No supe más de ella. Semanas más tarde me escribió para contarme que había huido de México y se hallaba de vuelta en su país, intentando comenzar de nuevo.
L es una arquitecta de origen francés. Tenía su despacho en el tercer piso de un edificio situado en la calle de Chile, en pleno Centro Histórico de la Ciudad de México.
El 21 de mayo, al llegar a trabajar, descubrió que habían violado la cerradura del despacho. Adentro, todo estaba en desorden. Se habían llevado los equipos de computación, se habían llevado un plóter y diversos objetos de los integrantes del despacho.
L acudió a denunciar al Ministerio Público. Algunos agentes fueron al despacho, hicieron preguntas y lo observaron todo.
Unos días más tarde llegó una llamada a las oficinas. “Ya sabemos que pusiste una denuncia”, le dijeron a L. Ella colgó. Regresó al ministerio público. Solo obtuvo un consejo: que no contestara llamadas de números desconocidos.
El consejo era inútil, pues en el despacho debían tratar con toda clase de proveedores y de clientes. Los agentes no volvieron nunca y L comenzó a preguntar entre los vecinos. Nadie sabía nada.
Ella recordó de pronto al mesero de un restaurante cercano, que solía llevar comida a los empleados del despacho. Era un joven que andaba siempre contando cosas del centro: encontraron un cuerpo, mataron a tal persona. L le ofreció dinero a cambio de información:
—¿Quién entró aquí a robar? ¿Cómo sabían que teníamos esos equipos?
El joven dijo: —Ve a Colombia y Brasil. No te voy a decir nada.
L acudió a esa esquina con un compañero de la oficina. No podía creer lo que vio. Gente intercambiando armas largas a plena luz del día. Unos minutos más tarde se les acercó un hombre alto, fornido, con barba. Vestía un chaleco de piel. Preguntó en tono amenazante qué estaban buscando, por qué llevaban ahí tanto tiempo. Ella fingió que no hablaba español. Su compañero dijo que eran turistas y visitaban edificios antiguos.
—Qué turistas ni qué la chingada. Se me largan o se los carga.
En un comercio cercano les dijeron:
—Saber quién les robó va a estar difícil. De Venezuela al Eje 1 toda la gente roba.
Cuando supieron que entre lo que les habían robado había un plóter, la dueña del comercio entendió.
—El plóter lo vendieron en Santo Domingo a la gente que hace documentos falsos —les dijo—. Es gente de La Unión.
L acudió a las autoridades y relató lo que había visto y lo poco que había averiguado. No le hicieron caso.
“Absolutamente no me hicieron caso”, me dijo. Para las autoridades, aquel era un robo más; para ella, sin embargo, era la pérdida del patrimonio que había construido trabajando en México desde hacía muchos años.
Todos sus proyectos se habían interrumpido. La información de su despacho se había ido para siempre con los equipos de cómputo. Ahora había que empezar otra vez desde cero.
En medio de ese clima mental, de demolición y pesadumbre, le volvieron a llamar.
Pero esta vez no llamaron al despacho. Esta vez llamaron a su casa, en la colonia Cuauhtémoc, y le dijeron incluso su nombre completo. Le recomendaron que no insistiera con sus denuncias, que no retara el poder de La Unión.
L no pudo más.
—Supe que no volvería a estar tranquila. Dejé el centro, dejé México.
L tiene que empezar desde cero. Pero al menos no debe cuidarse de las autoridades, ni de los agentes de la policía.