No van a regresar a sus lugares de origen. No miran hacia otras regiones de América, “nada más que el Norte”.

 

Hombres, mujeres y niños arribaron ayer al estadio Palillo Martínez, ubicado a un costado de la estación del Metro Ciudad Deportiva, en la alcaldía Iztacalco. Los métodos de transporte se han diversificado, un primer grupo de 17 personas entró a la Ciudad de México mediante un aventón desde Puebla. Al mediodía, otros 200, algunos a pie y otros “gracias a la bondad de camioneros”, se sumaron al campamento. Por la tarde, un contingente de más de 500 centroamericanos entró “de golpe” a estas instalaciones traído en 16 camiones desde la Casa del Peregrino en San Juan de Aragón. Llevan 25 días fuera de su patria. Cuando entraron a México eran alrededor de siete mil personas que se congregaron en el puente Rodolfo  Robles, en el río Suchiate de la frontera sur. Coincides en un razonamiento: “Nos vamos porque en nuestros países nos estamos muriendo de hambre; no vamos a ninguna otra parte  que no sea Estados Unidos. Sabemos que allá hay trabajo. Para qué ir hacia Chile, hacia Argentina, allá qué vamos a hacer”, coinciden el hondureño Marco Antonio, de 32 años, y el salvadoreño Juan Pablo. Ambos incluso oyeron de ofertas para emigrar hacia el cono sur ameriricano, pero sólo EU cumple sus expectativas.

—¿Cómo se encuentran?, se les pregunta en la entrada del estadio, cuando se detienen a ver cómo juegan una cascarita otros migrantes. “Bien, muchas gracias. Estamos contentos. ¡Vaya, pese a todo lo que hemos pasado estos días! Le damos las gracias al pueblo de México por su ayuda, a su gente”, expresa Marco Antonio.

Saben que el presidente de Estados Unidos ha lanzado advertencias de que no los dejará pasar, que les llama criminales. Y ellos tienen claro que eso no los detendrá:

“Nosotros llegaremos a Estados Unidos, sabemos lo que dice el presidente Trump, que ni nos dejará pasar. Pero le pedimos a Dios que Trump doble las manos y nos deje entrar, buscamos entrar en paz, porque sabemos que en EU hay trabajo. Nosotros respetamos sus leyes y queremos que nos den la oportunidad de emplearnos. No somos delincuentes, somos gente de trabajo”, dice Marco Antonio.

Este hondureño, “como la mayoría”, dice, se enteró por las noticias que se estaba formando un grupo de ciudadanos para  salir hacia Estados Unidos. La decisión de unirse al éxodo le tomó dos horas, mientras trabajaba como atacador (cobrador en un microbús de servicio público). Se fue a su casa y le dijo a su esposa “me voy con ellos”. Apenas tomó lo necesario. Un suéter, una botella de agua. “¿Qué más podía cargar”, exclama y da una fumada a un cigarro. 

“ Es la primera vez que voy de migrante. No puedo devolverme (regresar), aunque Trump nos amenace, yo ya no puedo perder nada. Dejé a mi esposa e hijos. Debo continuar. Si no los traigo conmigo es porque sería un desgraciado al permitir que pasen por lo que yo estoy pasando, frío y peligros”.

Explica que las rutas caminadas por territorio mexicano se debe a que Pueblos sin Fronteras, organización que guía a la Caravana (aunque hay por lo menos 19 más que coadyuvan este viaje) les han dicho que son los caminos más seguros. Para evitar encuentros con el crimen organizado cuantan con esa guía, aunque la atención que ha generado la caravana ha provocado que tengan garantías que muchos migrantes hubiesen deseado hace apenas unas semanas, sobre todo para quienes viajan con niños.

Trescientos niños. En el estadio Palillo hay cerca de 300 niños, la mayoría del sexo femenino. La cifra oficial aún no ha sido dado a conocer debido a la falta de un censo y al flujo constante de migrantes.

“Hay niños que presentan tos, gripe, se les nota desnutrición. Ellos deben preocupar a las autoridades, que no demoren en atenderlos a todos. Hay mujeres embarazadas, uno lo dicen. Pero sí, los pequeños preocupan”, señala Tatiana Zamora, médico general, quien junto con su esposo se ofreció a traer a un grupo de ocho centroamericanos que encontraron en Cholula, Puebla, sobre la carretera con rumbo a la Ciudad de México.

“Los vimos caminando, con niños en brazos; Jerson viene con una niña recién nacida, de tres meses. Otra de seis y sus vecinos. En la camioneta en la que los trajimos cupieron ocho personas... Duele verlos así”, dice la doctora que se detuvo en la carretera para darles aventón; ella es una habitante de la colonia Del Valle y ahora atestiguó el descanso del éxodo de la pobreza centroamericana en el estadio de la Magdalena Mixhuca.

Al cierre de esta edición, el albergue temporal en que se convirtió este estadio, había ya más de mil 100 centroamericanos que esperan al contingente mayor, de cuatro mil personas, para continuar hacia Estados Unidos.

En el lugar fueron entrevistados, por separado y por grupos de cuatro o cinco, alrededor de 30 migrantes. Todos coincidieron. “No regresamos ni a Honduras ni a El Salvador ni a Guatamala. Allá nos estamos muriendo de hambre, lo que ganamos se lo tenemos que dar a la Mara Salvatrucha. No se puede estar más allá”.

Se prevé que hoy diversas autoridades tengan acercamiento con los integrante de la Caravana Migrante.

 

Ácido fólico, una necesidad cotidiana en la caravana

Aunque no se cuenta con un número preciso (como es lo habitual en las estadísticas de este éxodo), el número de mujeres embarazadas, incluso con  niños en brazos, que llegaron a la capital podría ser de una veintena, según estimaciones. Esa es la cifra que se refiere en el albergue temporal. Estas embarazadas ya han recibido ácido fólico por parte de médicos enviados a instancias del Gobierno Capitalino. La valoración general es que “todas están bien”, dice una joven de Oxfam México, organización de ayuda humanitaria creada tras la Segunda Guerra Mundial.

Al albergue de los migrantes en la Magdalena Mixhuca llegaron bolsas con ropa y zapatos. La principal queja que arrojan los centroamericanos es que “hace mucho frío, queremos ropita pa’ taparnos. Es que vamos dejando cosas en el camino”, explica Jorge, un salvadoreño que llegó a la capital como parte de la avanzada.

Vecinos de Iztacalco donaron zapatos y ropa. Blusas, faldas, pantalones, abrigos, cobijas y algunas alhomodas sirvieron para que los migrantes pasaran su primera noche en la ciudad.

En el corazón del albergue de la Magdalena Mixhuca la privacidad de los centroamericanos intenta ser preservada. Las puertas quedaron cerradas, aunque el flujo de migrantes continúa. La voz se corrió rápido, en la capital de México hay un lugar enorme para descansar antes de seguir la marcha. Constantemente se ve el ir y venir de personal de derechos humanos y autoridades capitalinas. Sobre el césped se colocó una maya de aproxidamente 500 metros de largo. Y sobre ésta, los migrantes duermen a la intemperie, 13 grados centígrados.

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