El primero que cruzó la calle más peligrosa
De muchos que lo intentaron sin éxito en la historia política del país, el primero que lo logró será Andrés Manuel López Obrador. Cuando hoy atraviese la calle Pino Suárez para entrar en Palacio Nacional, ya investido con la banda de presidente de la República, el tabasqueño será el primer político que haya podido cruzar esa avenida, que por décadas se convirtió en la calle más peligrosa para muchos políticos que, siendo gobernantes de la Ciudad de México, pretendieron transitar los 300 metros de distancia que separan el Palacio del Ayuntamiento para alcanzar la silla presidencial, y se quedaron en el intento.
Hoy López Obrador logrará la hazaña que soñaron, pero no pudieron alcanzar, muchos otros alcaldes, regentes, jefes de Departamento y Jefes de Gobierno de la capital del país, que al ver desde la ventana del despacho principal de la noble y leal Ciudad de México, tan cerquita y tan a la mano el balcón principal del Palacio Nacional, decidieron aventarse a atravesar la plancha del Zócalo y la avenida Pino Suárez, pero fueron arrollados por la caballada sucesoria y políticamente murieron en el intento. Desde Ernesto Uruchurtu, el “regente de Hierro” o el maquiavélico general Alfonso Corona del Rosal, pasando por el colmilludo profesor Carlos Hank González, el avezado Ramón Aguirre o el tecnócrata Oscar Espinosa Villareal, ningún gobernante capitalino de la era priista pudo alcanzar la Presidencia.
Tampoco en la izquierda, donde también suspiró el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, primer jefe de Gobierno electo y la jefa sustituta y primera mujer en gobernar la capital, Rosario Robles. El propio Andrés Manuel no pudo cruzar esos 300 metros en su primer intento en 2006, después de haber sido un popular Jefe de Gobierno, y tuvo que conformarse con una banda simbólica y una “presidencia legítima”, el 20 de noviembre de ese año, mientras su pelo y sus aspiraciones revoloteaban con el viento en el Zócalo y él estiraba la mano en señal de la protesta que le tomaba Rosario Ibarra de Piedra; sólo que en lugar de toma constitucional, le quedaba sólo la toma del Paseo de la Reforma y la rabia y frustración de un discurso y un grito de “¡Nos robaron la elección!”.
Del tímido joven tabasqueño al discurso del balcón de Palacio. Pero esta vez, en su tercer intento por atravesar la peligrosa avenida, López Obrador la cruzará tranquilo, sin prisas, con la banda constitucional al pecho y después de haber rendido la protesta ahora sí constitucional y haber dado su primer discurso como presidente de la Repúblia ante el Congreso de la Unión. Llegará a pie, caminando desde San Lázaro, en una estampa con reminiscencias del pasado y del antiguo presidencialismo que vuelve con todo y sus rituales, pero también con toda la autoridad política y moral (autoritarismo dicen sus detractores) que le dan los 30 millones de votantes, esperanzados y hartos, que lo llevaron a la presidencia.
Y ahora sí la histórica puerta mariana del majestuoso Palacio se abrirá para él de par en par. Será el primer político de izquierda y el primer ex jefe de Gobierno de la CDMX que atraviese por ese portal de añeja cantera con la investidura presidencial. Y ahí, después de recibir el saludo y de ofrecer una comida a sus invitados, jefes de Estado, diplomáticos, empresarios, políticos, artistas, poetas, periodistas, recibirá de manos de los abuelos y gobernadores de las 32 etnias indígenas del país, un simbólico bastón de mando, en una ceremonia de aceptación y respeto para el político tabasqueño.
Después vendrá otro momento con un alto simbolismo en el regreso a tiempos políticos de antaño. Parado en el balcón principal del Palacio Nacional, López Obrador dará su segundo gran discurso a los mexicanos; emulará así al general Lázaro Cárdenas, uno de sus referentes políticos e históricos junto con Benito Juárez. Y como el “Tata” lo hizo el 18 de marzo de 1938, día en que decretó la también histórica expropiación petrolera —recién revertida por la reforma energética del ya ex presidente Peña Nieto— ahora El Peje hablará ante el pueblo, la multitud que desde la Plaza de la Constitución volverá a escuchar a un presidente de la República que ésta vez no grita sólo los nombres de los héroes patrios, sino que habla y dice lo que vendrá en su gobierno.
Ese será el momento culminante de la anhelada ascensión al poder del hombre de Macuspana, el momento en el que se materializará en definitiva aquella frase de “la tercera” que sí fue “la vencida”. Ahí en ese mensaje se definirá, en frases y conceptos, buena parte de la ruta y del cambio (incierto para unos pero esperanzador para otros) que habrá de transitar el país en los próximos seis años. La autonombrada “Cuarta Transformación” con la que Andrés Manuel López Obrador, presidente de México, se propone al cabo de seis años y con elevada ambición y marcada grandilocuencia, “hacer historia” y seguir los pasos de Hidalgo, de Juárez y de Madero y Zapata, y lograr ser, en sus propias palabras, “un buen presidente” que “no les va a fallar” a los mexicanos.
Para cuando llegue a ese momento y hable como el presidente número 65 en la historia de México, con 67 años recién cumplidos, ya con el pelo cano, con un largo camino político recorrido y con su carisma, su hablar pausado y la voz con inconfundible acento del trópico tabasqueño, Andrés Manuel será muy distinto a aquel joven de 35 años que arribó a la Ciudad de México en un autobús procedente de Villahermosa. Era el caliente verano del 88 y Andrés Manuel acudía al llamado del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, candidato del Frente Democrático Nacional, al que le acababan de robar la Presidencia con la misteriosa “caída del sistema” que llevó a Los Pinos a Carlos Salinas.
Lo había buscado Cárdenas a través de Porfirio Muñoz Ledo, con la intermediación de Graco Ramírez. Le pedían venir a ver al ingeniero para conversar sobre la posibilidad de dejar al PRI, donde su militancia ya había entrado en crisis y donde le habían negado ser candidato a la alcaldía de Macuspana. Aquel joven que dejaba atrás sus inicios políticos con Leandro Rovirosa, sus primeras experiencias como funcionario del INI en La Chontalpa donde abanderó las causas indígenas, y sus primeros cargos importantes con Enrique González Pedrero, y que estaba decidido a romper con el sistema para sumarse a la izquierda con el fortalecido FDN.
Según ha narrado él mismo, cuando bajó del camión de ADO que lo trajo desde la capital tabasqueña, buscó unas monedas de 20 centavos para hablar desde un teléfono público a la oficina de Cuauhtémoc Cárdenas, pero antes de atreverse colgó varias veces por miedo. ¿Cómo iba él a hablar con el ingeniero, entonces convertido en el gran líder político de la izquierda que acababa de recorrer el país y derrotar al sistema priista en una campaña histórica? ¿Cómo podía él, que se sentía inseguro y menor ante el hijo de admirado general Lázaro Cárdenas, hablar con Cuauhtémoc? Después de colgar varias veces finalmente se atrevió a hablar y aquel contacto con Cárdenas sería decisivo para la ruta política de López Obrador ya como militante de la izquierda que unas semanas después sería nombrado candidato del Frente a gobernador de Tabasco, perdería esa elección con denuncias de fraude y se enfrentaría, con represión, golpes tomas y bloqueos de instalaciones petroleras y su primer éxodo democrático, al sistema político que lo había formado.
Hoy aquel joven tímido, transformado en experimentado líder político y después de un largo andar por la política y por la República, tras cruzar la calle que muchos no pudieron se convertirá en presidente: el primero que llega al poder desde una fuerza de izquierda. Y no tendrá problema para hablar, ya no sólo ante Cuauhtémoc, que será su invitado, sino ante todo un país y desde el mismo sitio desde donde sólo un Cárdenas, el padre, pudo hablar antes: el balcón del Palacio Nacional.