En Chihuahua, hace años, di una conferencia. Al final, en el periodo de preguntas y evasivas, alguien del público me pidió que dijera cuál era mi religión y cuál mi estado civil. Contesté: "Soy católico. Creyente, no practicante. Y soy casado. Practicante, no creyente". Estaba ahí don Luis H. Álvarez, que goza ya la paz de Dios, y rio de buena gana la respuesta. En efecto, soy católico. A algunos no les gusta que lo diga, y de seguro les asiste la razón pues no soy un buen católico. Por encima del rito suelo poner la caridad, y privilegio la misericordia sobre el sacrificio. Creo que la mejor oración consiste en hacer el bien al prójimo. Voy a la iglesia cuando está vacía -eso es soberbia-, y creo con fe de catecúmeno en el absurdo misterio de la eucaristía. Me duele no poder participar en el banquete de los fieles, pero recito siempre desde lo hondo el Domine, non sum dignus. Jamás dejaré de ser católico. Si dejara de serlo haría traición a los queridos muertos que van en mí como si estuvieran vivos: mi abuela materna, mamá Lata, que soñaba con verme convertido en sacerdote; mi tía Conchita, que me apuntó en un cuaderno las 14 obras de misericordia enunciadas en el catecismo de Ripalda -siete las del cuerpo; las del alma siete- para que las aprendiera y las pusiera en práctica; mi señor padre don Mariano, que terminaba cada día con la liturgia de la Hora Santa en el vecino templo de los franciscanos. Si no he sabido vivir como católico espero poder morir como católico, aunque sea al estilo de don Guido el de Machado. Jamás sentiré vergüenza de proclamarme católico, por más que les moleste a las buenas conciencias. Eso sí: a veces me avergüenzan los hechos y los dichos de algunos jerarcas de mi iglesia. Por estos días algunos de ellos han celebrado con gárrulo triunfalismo terrenal las derrotas sufridas por el PRI el 5 de junio. Las atribuyen a un voto de castigo de los ciudadanos al presidente Peña por su propuesta del matrimonio igualitario. En eso se equivocan los prelados. Pocos, muy pocos, han de haber sido los electores que tomaron en cuenta lo de las bodas gay a la hora de emitir su sufragio, pese a todas las prédicas de los predicadores. Voto de castigo hubo, sí, pero fue contra la rampante corrupción de la clase política; contra la impunidad reinante; contra la prepotencia de los que ejercen el poder de espaldas a la gente. Algunos de los jerarcas que truenan contra la iniciativa de Peña Nieto no vacilan en recurrir a la injuria, a torpes insinuaciones sobre la vida personal del Presidente, a expresiones infamantes indignas no ya de alguien que se dice ministro del Señor, sino de cualquiera que tenga un mínimo de decencia. Igual que México no merece tener los políticos que tiene, tampoco merece tener clérigos así, tan poco ilustrados, tan pedestres en sus declaraciones, tan ciegamente fanáticos, con tanta arrogancia y tan poca humanidad. No es la familia lo que defienden -¿qué saben ellos de la familia; de sus dolores y alegrías, de su felicidad y sus tragedias?-; lo que defienden son sus dogmas; la prevalencia del dominio que aún en este tiempo pretenden mantener sobre las almas y los cuerpos de sus fieles; la defensa de su poderío terrenal, cada vez más menguado y corroído por los escándalos sexuales y las pugnas internas de los dignatarios. Sé bien que en medio de todo esto hay obispos que cumplen cabalmente su misión, e incontables sacerdotes que todos los días trabajan por el bien de sus comunidades, lo mismo que religiosos y religiosas ejemplares. Tampoco ellos merecen que haya jerarcas así, que con el pretexto de buscar el bien hacen el mal, y que dan a la Iglesia una imagen de atraso, intolerancia y cerrazón... FIN.
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