El viernes pasado sucedió algo insólito. El gobernador de Guerrero, Héctor Astudillo, interrumpió su discurso en Tlapa, en un evento con Andrés Manuel López Obrador –ante los gritos y mentadas de madre que recibía de morenistas, alentados por Pablo Sandoval, expresidente estatal de Morena y delegado federal, y hermano de la secretaria de la Función Pública, Irma Sandoval–, y le reclamó al Presidente: “Yo no vuelvo a ningún recorrido, es ofensivo”, le dijo Astudillo a López Obrador. Evaluaría, dijo, a qué evento con el Presidente asistiría en el futuro. López Obrador le ofreció disculpas inmediatas y el lunes dijo en su comparecencia mañanera que ese tipo de actitudes no deberían darse. Respeto para todos, pidió, aunque parece tarde.
La polarización llegó para quedarse y difícilmente se va a borrar. El Presidente, un gran comunicador, lleva años evangelizando a sus seguidores más fieles y persuadiendo a millones más con un discurso simple, pero persuasivo: los ricos llenos de privilegios y corruptelas, tienen que ser erradicados del país. Es el tiempo de los pobres, que están del lado de los liberales, y hay que luchar contra los conservadores, que se oponen al cambio, son palabras no textuales en la doctrina de López Obrador que han abierto la confrontación nacional. ¿Hasta dónde llegará? Como está la irritación, diariamente alimentada por los propagandistas del régimen en las redes sociales, hasta que la retórica se convierta en agresión física.
La reacción del presidente López Obrador ante lo que sucedió con Astudillo no empata con anteriores comportamientos. Se mostró preocupado desde el mismo momento en que el gobernador interrumpió su discurso y le expresó que sus seguidores de Morena han hecho de sus eventos “torneos de insultos y descalificaciones”. El Presidente ofreció disculpas inmediatas y ha enviado línea política a sus seguidores para que muestren respeto. No bastará. El humor está ardiendo y los ánimos, encendidos. Lo que le pasó a Astudillo, menos intenso, le sucedió el domingo al gobernador del Estado de México, Alfredo del Mazo, aunque López Obrador dijo que no sucedió nada. Antes le pasó al gobernador de Oaxaca, Alejandro Murat, y previamente al de Michoacán, Silvano Aureoles. Los políticos no son sus únicos blancos.
Los militantes de Morena están empoderados por un Presidente fuerte y carismático que, en este momento, no tiene oposición que se le plante enfrente. El Congreso, un contrapeso, está arrodillado ante él. El Senado también. La prensa es acosada y el Poder Judicial ha sido agredido. Los órganos autónomos están siendo acosados presupuestalmente como si la intención fuera deshidratarlos y acabarlos. La gradería del Presidente siempre aplaude y se anima a profundizar la división. México está enfermo de rencor y resentimiento. La bola de nieve viene por la ladera tomando fuerza y volumen. ¿Hasta dónde llegará? Reiteremos: como está la irritación, diariamente alimentada por los propagandistas del régimen en las redes sociales, hasta que la retórica se convierta en agresión física.
No están solos. Hay que ver el fenómeno en toda su dimensión. El odio mostrado no corre en un solo sentido. A toda acción hay una reacción, y en la esquina de enfrente hay respuestas proporcionalmente violentas. Hay ataques clasistas y discriminadores inaceptables a personas vinculadas a Morena por el color de su piel. ¿Cómo no quieren entonces que se esté gestando una lucha de clases? La forma como se señala visceralmente todo lo que hace el Presidente no deja espacio a la razón, mucho menos a la discusión argumentativa. Muchos no abordan críticamente sus acciones y políticas, sino lanzan denuestos personalizados. Abundan las provocaciones, los desafíos y las injurias. El discurso binario no avanza sobre un carril único. Se nutre de todos lados, crecientemente intolerantes y beligerantes.
El gobernador Astudillo le recordó a López Obrador que es Presidente de todos los mexicanos, por lo que el respeto debe ser mutuo y recíproco. No fue ociosidad expresarlo, porque se está volviendo una norma de comportamiento en las élites de Morena, particularmente en el Congreso, donde las cómodas mayorías que tiene el partido en el poder, ha llevado a varios de sus líderes a actuar con mayor despotismo del que tanto se quejaron, con más prepotencia con la que mucho tiempo los trataron, abiertamente retadores. El poder tiene que ser magnánimo, no vengativo. El Comité de Salud de la Revolución Francesa, que de algo sirva la Historia, llevó a la guillotina a quienes hicieron de ella su instrumento de castigo contra quienes se oponían al cambio de régimen.
Pero todo esto sólo tiene sentido si estamos de acuerdo con vivir bajo un orden democrático real, no retórico. Para quienes la democracia no tiene sentido, esta discusión es irrelevante; querrán otro sistema de organización social. Para quienes piensan que la democracia es el menor mal de los males, la satanización de los de enfrente, la polarización política, la fragmentación que se vive en los medios y las actitudes tribales, mal de México y el mundo, hay que evitar que la brecha se siga ensanchando.
Yascha Mounk, director del Centro de Renovación del Instituto “Tony Blair” para el Cambio Global en el Reino Unido y conferencista en la Universidad de Harvard, escribió el año pasado El Pueblo Contra la Democracia (The People vs. Democracy), donde identificó los tres conductores del descontento: estancamiento en los niveles de vida, temor de una democracia multiétnica y el surgimiento de las redes sociales. “Para revertir la tendencia –señala Mounk– los políticos necesitan promulgar reformas que beneficien a muchos, no a unos pocos”. Llevado al terreno mexicano, 30 millones de votos ganan elecciones, pero no gobiernan un país.