AMLO, Tijuana y el retorno criminal
El 9 de febrero, el Semefo de Tijuana estaba colapsado. En el primer mes de 2019 habían ocurrido 219 ejecuciones. En las instalaciones del Semefo había más de 150 cuerpos refrigerados; un centenar de cadáveres no habían sido identificados.
El gobierno de Andrés Manuel López Obrador acababa de colocar a Tijuana a la cabeza de las 17 regiones más violentas de México. Según un estudio del Centro Nacional de Información, de enero a diciembre de 2018 habían ocurrido en aquella ciudad fronteriza 2,246 homicidios: más de del doble de los que ocurrieron en Ciudad Juárez (1,004) tres veces los registrados en Acapulco (839), y sobre todo, el número más alto en la historia de Tijuana.
Las 219 ejecuciones de enero de 2019 dan cuenta del abismo de sangre en el que chapotea Tijuana: en todo 2012 se registraron solo 270. De ese tamaño es el brutal ascenso de la violencia.
En 2016 Tijuana alcanzó su año más violento en una década. En diez meses se reportaron 671 homicidios: 120 más que en 2010, cuando el municipio había tocado lo que se consideraba uno de sus grandes picos históricos. La violencia tenía una explicación: el cártel más agresivo de México, el Cártel Jalisco Nueva Generación, CJNG, había decidido adueñarse de esa parte de la frontera y comenzó a pelear las narcotiendas colonia por colonia.
En alianza con lo que quedaba del cártel de los hermanos Arellano Félix, la organización dirigida por Nemesio Oseguera Cervantes, El Mencho, desató una fiera guerra criminal en contra del grupo que en Tijuana se había vuelto el dominante: el Cártel de Sinaloa, a cuyo frente se ubican Ismael El Mayo Zambada y los hijos de Joaquín El Chapo Guzmán: Iván Archivaldo y Jesús Alfredo.
Pero esta explicación toca solo una parte del problema. En 2012 la tasa de homicidios había sido abatida en 50%. Al año siguiente hubo cambio de administración estatal. Tomó el poder el panista Francisco Vega de Lamadrid. El mensaje que mandó fue que la delincuencia organizada era un problema de índole federal.
Simultáneamente, los alcaldes de Tijuana, el priista Jorge Astiazarán, y luego el panista Juan Manuel Gastélum, soltaron el control de la policía local, que no tardó en volver a niveles de corrupción y cooptación semejantes a los de la década anterior.
Para colmo, a partir de 2013 recobraron la libertad cerca de 500 capos, sicarios y narcopolicías detenidos en los años en los que la violencia comenzó a ser abatida (2010-2013). A todo esto se sumó la entrada en vigor del Nuevo Sistema de Justicia Penal, que detonó los niveles de impunidad, a consecuencia de la crisis más grave de ineficiencia institucional que se ha vivido en Baja California.
Para marzo de 2018 el coctel anterior arrojaba cifras de miedo. Entre seis y diez asesinatos diarios. Cuerpos encajuelados, encobijados, calcinados. Cadáveres abandonados en baldíos y terracerías. Muertos con el tiro de gracia y señales de tortura, atados de los pies y de las manos. Entre los asesinados había mujeres embarazadas e incluso niños. Las autoridades municipales consideraban que más de 80% de estas muertes estaban relacionadas con temas de narcomenudeo.
A principios de febrero, el gobierno de López Obrador decidió enviar 1,800 elementos de la Defensa Nacional, la Marina y la Policía Federal a las calles de Tijuana. Todo esto recuerda algo ocurrido hace exactamente 12 años, cuando el gobierno de Felipe Calderón envió a aquella ciudad 3 mil 296 elementos federales —durante el llamado Operativo Tijuana. Como hoy se sabe, la violencia siguió creciendo hasta que un mecanismo de control y reestructuración de las policías locales pudo frenarla.
Tan solo una década después la historia se repite de manera exacta. En su último informe, la agencia de inteligencia Stratfor no ve respiro para México: advierte que los grupos criminales seguirán enfrascados en su lucha, y que su fragmentación propagará nuevamente la espiral de sangre.
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