Obtilia Eugenio sabe que es un milagro que este domingo haya celebrado su cumpleaños número 42. Está viva, pero la pesadilla aún no termina. Después de cuatro días en cautiverio, sometida a golpes y amenazas, una profunda sensación de miedo embarga a la activista del Estado mexicano de Guerrero. Tras su liberación, la mujer mixteca pasa las noches en vela, sufre crisis de ansiedad y tiembla cada que viaja en automóvil. “Me da mucho miedo porque no están detenidos los que hicieron esto. Andan libres y son los que nos escuchan primero. No duermo, me pongo a llorar y mis hijos me dicen ¿qué te pasa mamá?”, relata entre sollozos. El vacío de medidas de protección para ella y para su compañero Hilario Castro atiza los temores de la líder indígena.
Esta incertidumbre marca un calvario que inició con amenazas por teléfono. Tras recibir estos mensajes, la activista y concejala del municipio de Ayutla (a 400 kilómetros de Ciudad de México) decidió huir junto con Hilario hacia Chilpancingo, la capital de Guerrero. Su intento fue frustrado. La mañana del 12 de febrero, un comando armado interceptó su vehículo y los secuestró. “Ahora sí te aguantas la verga, ¿por qué te metiste con nosotros?”, le gritó uno de los agresores mientras la sujetaba del cabello y la obligaba a abordar una camioneta con vidrios polarizados.
A Obtilia se le quiebra la voz al recordar los días de su secuestro. Con los ojos vendados y las manos atadas, la defensora indígena soportó una agonía escrita a punta de golpes y de amenazas. “Si quieres vivir cómete la mierda”, le decían cada vez que le llevaban de comer. A veces un trozo de pan, a veces una torta y un vaso con agua. Después, más gritos y más golpes. Obtilia creía que Hilario había sido asesinado e imaginaba que en cualquier instante la matarían a ella. Paralizada por el miedo, solo atinaba a rezar. “Mi abuelito sabía de costumbres y me decía ‘por cualquier cosa tú tienes que acordarte de la oración’ y yo me mantenía así, pero tuve mucho miedo”, admite.
Las plegarias de la defensora de derechos humanos fueron escuchadas. Los secuestradores liberaron a los activistas esa misma semana. Obtilia detalla que antes de ser liberada sus captores le impusieron tres condiciones: que no presentara ninguna denuncia, que les pagara 100.000 pesos (5.200 dólares) en un plazo de un mes y que volviera a Ayutla sin armar escándalo. Tras las advertencias fue abandonada en una carretera cercana al municipio de Tierra Colorada. Ahí estaba Hilario, inmóvil y con la cabeza agachada. Minutos antes había salido de su propia historia de terror con las mismas advertencias que su compañera. Juntos caminaron al zócalo municipal y se refugiaron en un hotel hasta que llegó el esposo de Obtilia a su auxilio.
Ambos libran ahora otro tipo de batalla: superar el trance que supuso el cautiverio. Hilario confiesa que a más de una semana de haber recuperado la libertad todavía siente que tiene una venda en los ojos. Tampoco consigue conciliar el sueño. Por las noches lo persiguen los momentos más dolorosos de su secuestro. “A cada rato venían y me decían que me iban a matar”, recuerda el activista de 34 años. “No estoy libre, las amenazas son muy duras. De lo que nos pase a nosotros y a nuestras familias hacemos responsables directamente al Gobierno del Estado y al Gobierno federal porque ellos tenían conocimiento de las amenazas que recibíamos y no hicieron nada”, denuncia.
Con más de dos décadas comprometida con la defensa de derechos humanos de las comunidades indígenas, Obtilia había lidiado con amenazas y pérdidas fatales de compañeros. Nunca antes, sin embargo, había estado tan cerca de la muerte. En lo que va de 2019, siete defensores han sido asesinados en México, según la oficina de Naciones Unidas en el país. El homicidio más reciente fue el de Samir Flores, tiroteado la semana pasada en el Estado de Morelos. El sacerdote mexicano Alejando Solalinde asegura que este saldo es el reflejo de una “simbiosis nefasta” que ha existido por años entre el crimen organizado y el crimen autorizado, este último caracterizado por la protección que los gobernadores y políticos otorgan a las bandas criminales.
Obtilia e Hilario no vieron el rostro de sus agresores. Están convencidos de que el móvil de su secuestro apunta a las denuncias que la mixteca hizo, como integrante del Concejo de Ayutla, sobre una obra eléctrica bajo sospecha de tener nexos con el narcotráfico. Estos indicios, que públicamente han dado a conocer los activistas indígenas, no han servido para la captura de sus atacantes. Tampoco se han aplicado las medidas cautelares que el gobernador de Guerrero, Héctor Astudillo, prometió horas después de la liberación. Sin esas garantías, advierten, no podrán continuar con su labor como defensores. “Ahora lo que le pase a nuestra familia será responsabilidad del Estado”, señala Obtilia.