Baños de sangre
Iban tras el líder del Cártel Jalisco Nueva Generación en Cuautla, Morelos, Raymundo Castro, El Ray. Los sicarios habían averiguado que el 13 de abril estaría departiendo en el restaurante Los Estanques con dos médicos y sus respectivas familias.
Esa tarde, ocho hombres entraron en Los Estanques y se dirigieron a un privado. Abrieron fuego contra empleados y comensales. La policía recogió después 45 casquillos y algo no visto en Morelos: los cuerpos acribillados de tres menores (dos niñas de nueve y diez años, y un menor de cinco). Al Ray logró sacarlo su lugarteniente.
Castro fungió como operador de Guerreros Unidos hasta que la tragedia de Iguala ocasionó el debilitamiento del grupo. Según la Comisión Estatal, en 2015 se refugió en el Edoméx: a través de una colombiana trabó relaciones con el Cártel Jalisco. En 2016 estaba de regreso en Morelos con 30 sicarios, y comenzó a disputar con Los Rojos los municipios de Cuautla, Jantetelco y Jonacatepec. Vino lo de siempre: narcomenudeo, secuestros, extorsiones, asesinatos.
Ese año, la Comisión Estatal logró detener a 20 de sus hombres. Pero El Ray desapareció. En febrero, el líder de Los Rojos, Santiago Mazari, dejó una manta en la biblioteca de Jojutla: acusaba a políticos y funcionarios del nuevo gobierno de proteger las actividades del CJNG.
La masacre de Los Estanques se dio en un contexto de inseguridad brutal, un clima de violencia que no había alcanzado nunca los picos de este tiempo: 404 homicidios en los primeros cinco meses de gobierno del ex futbolista Cuauhtémoc Blanco (en todo 2018 hubo 743). Blanco, sin embargo, salió al paso con esta declaración: “Así nos dejaron el estado” (un mes antes, el ex jugador había afirmado que la violencia “es peor de lo que esperábamos; sabía que la situación era compleja, pero debo decir que es peor de lo que imaginábamos”).
Una semana más tarde, en Minatitlán, Veracruz, varios encapuchados ingresaron en un salón de fiestas en el que se celebraba un cumpleaños. Había comida y bebida. Un grupo de mujeres mayores bailaban en la pista. De acuerdo con un testigo, los encapuchados “llegaron disparando a todos”. A medida que accionaban sus armas exigían a los comensales “que voltearan a verlos. Creo que buscaban a alguien”. Una mujer relató que los agresores “mataron a varias viejitas”. El saldo fue de 14 muertos.
No tardaron en circular las imágenes de aquel baño de sangre (nunca esta frase trillada había descrito algo con tanta exactitud). Entre las víctimas estaba el cuerpo destrozado por las balas de un pequeño de solo un año. La fotografía hizo explotar las redes sociales y, ante un silencio de horas del presidente de la República, impuso como tendencia el hashtag #AMLORenuncia.
Como en Morelos, la violencia corre desatada en Veracruz. En los primeros 70 días de gobierno del morenista Cuitláhuac García se registraron más de 300 homicidios y —según reporte de la fiscalía del estado— 70 casos de secuestro (la mitad de todos los que se contabilizaron en 2018). En poco más de 140 días ya habían ocurrido en la entidad casi 700 homicidios. A principios de febrero, la decapitación de una empresaria, secuestrada cuando iba en busca de su hija, ofendió gravemente a los veracruzanos.
El viernes, la imagen inerte del pequeño Santiago, el menor ejecutado en Minatitlán, volvió a encender la hoguera. El gobernador, que ha culpado de la inseguridad “a las administraciones pasadas que dejaron crecer y solaparon el manto de corrupción e impunidad”, y que suele calificar de “reacción propagandística” y “acciones desesperadas de la delincuencia” los hechos de violencia, aprovechó la masacre para sacar “raja” política y acusó al fiscal del estado, Jorge Winckler —con quien sostiene una querella desde su llegada al cargo—, de hacer solamente “investigaciones eternas”. Así que también en Veracruz, fieles al sello de la casa, la culpa suele ser de los otros.
Cuando por fin habló sobre la masacre, el presidente atribuyó, por cierto, “todo este fruto podrido” al neoliberalismo. Y dijo que los gobiernos anteriores le dejaron “un cochinero”. “Pero lo estamos limpiando”, concluyó. Así cerró el trimestre más violento en la historia reciente de México (8,493 muertos).