Batallé mucho para que se entregara, pero al fin cedió. Al fin se dio. La seducción es arte muy difícil, según los escritores, pero mi abuelo, gente de rancho, me enseñó que el que porfía mata venado, y yo porfié. Al principio se me resistió, pero no hay resistencia que no pueda vencerse con un poco de habilidad y un mucho de tesón. Me decía: "Tengo miedo". "¿De qué?" -le preguntaba yo. "De lo que pueda suceder". Y yo: "Te prometo que no sucederá nada. Yo me encargo". Aun así no quería, y me ponía freno cada vez que yo intentaba algo. Una noche -me había tomado un par de copas- empecé a hacerle caricias atrevidas. Se enojó mucho; me quitó la mano de donde se la había puesto y me dijo que aquello era indebido. Le respondí: "Nos queremos. Podemos hacer esto. Es una expresión de nuestro amor". En seguida le pregunté con intención: "O ¿no me quieres?" "Sí te quiero -me contestó-, pero debemos esperar". "¿Esperar a qué?" "A estar casados". "Quizá tú puedas esperar -le dije-, pero yo no. Te deseo mucho; me excitas demasiado". Insistió: "Te digo que esperemos. Así después lo disfrutaremos más, sin preocupaciones ni remordimientos, y sin cometer pecado". Ah, el pecado. Siempre lo sacaba a colación. Esto era pecado; eso también; aquello más. Yo nunca he entendido esa idea, la del pecado y el pecador. Pienso que es cosa de los curas para sacar dinero. Desde luego mi conocimiento de la religión es limitado, y no voy nunca a misa, pero no puedo creer que por el solo hecho de ser humanos nazcamos pecadores, y que los niños vengan al mundo cargando ya un pecado, el que llaman original. ¿Qué culpa tenemos de lo que hicieron Adán y Eva? Además, le decía medio en broma, medio en serio, si nuestros primeros padres no hubieran pecado nosotros no estaríamos aquí. "No juegues con eso -me reprendía-. Son cosas muy sagradas". "¡Uh! -me burlaba yo-. ¡Tú no me dejas jugar con nada!" Y se enojaba más. "Esto no es juego -me decía-. Al menos para mí". "Para mí tampoco -le aseguraba yo-. Quiero casarme contigo, pero tú no me demuestras tu amor". "Cuando seamos marido y mujer te lo demostraré, pero tenemos que esperar". Yo no cejaba, a pesar de sus escrúpulos y su resistencia. Me había propuesto llegar hasta el final, y eso que ni siquiera me permitía el principio. Su cuerpo, tan atractivo, tan hermoso, me encendía la carne cuando estábamos juntos. Recurrí a todo para lograr mi intento. Usé incluso los trucos de que oí hablar en la adolescencia: si le rascas levemente la nuca se calentará, lo mismo que si le acaricias el lóbulo de la oreja, o le pones ahí la lengua. Todo eso hice, como si fuera un muchachillo que está en el cine con su novia. Por fin anoche logré que se entregara. Fue algo inesperado. Habíamos ido de paseo al campo; bebimos dos o tres vasos de vino. Tendí en el suelo una cobija y conseguí que se acostara a mi lado. Esta vez no opuso resistencia a mis caricias. Y no fueron las de la adolescencia, créeme. Le bajé lo que había que bajarle y lentamente, para que no se asustara, me le puse encima. La penetración fue lenta, pero sabrosísima. Vencí su nerviosismo, y pienso que disfrutó tanto como yo. Al terminar me dijo: "Ahora tendremos que casarnos". Pensé: "¿Casarme yo? ¡Ni de broma!" Así como no creo en el pecado tampoco creo en el matrimonio. No sirvo para eso. Soy mujer moderna, y nunca me ataré a un hombre ni a unos hijos. Lo siento por Tarsicio. Pobrecito; tan bueno, tan inocente, tan de iglesia. Pero ¿qué culpa tengo yo de que me gustara tanto? Lo seduje, pues, y lo hice mío. Como dicen los hombres: me lo cogí. También las mujeres podemos hacer eso. Ya no son los tiempos de antes... FIN.