Se trata de una renuncia poco priista en realidad, sin pelos en la lengua, una renuncia que expone con nitidez sus razones y que es a la vez un análisis, una crítica y una explicación de lo que sucede en el PRI.
La renuncia tiene mesura y modales priistas de cara a los militantes del partido, pero tiene también vigor y dureza inusuales con sus dirigentes y con sus muy priistas arreglos cupulares, esta vez en el camino de volverse un partido satélite del partido gobernante y del presidente en turno.
Narro denuncia la simulación de unas elecciones partidarias que han sido pactadas por los gobernadores priistas con el nuevo gobierno y se niega a ser parte de la comedia.
Su diagnóstico coincide con una antigua hipótesis de la opinión pública sobre el morenismo larvado del PRI y el priismo histórico de Morena.
Según esa hipótesis, ya desde la elección de 2018, el PRI se habría inclinado por Morena, antes que por su candidato presidencial, al que no sentía suyo.
Hoy, a la hora del gobierno de Morena, el PRI se siente a la vez obligado y cómodo cayendo del lado de los triunfadores, volviéndose su aliado.
Uno tiene la impresión de que esa alianza acabará de licuar al PRI , dejando el campo de la oposición a otros partidos, mientras el PRI se suma a la construcción de la nueva hegemonía política, del brazo de Morena.
Hay en todo esto mucho priismo antiguo, priismo de alianzas cupulares y presupuestales, de incomodidad como partido de oposición y de confort como partido del gobierno, aunque sea como partido satélite.
Será un satélite crucial, hay que decirlo, que facilitará enormemente para Morena la construcción de la hegemonía que busca.
Veremos lo que dicen los votantes y la opinión pública.
Lo que ha dicho Narro, por lo pronto, tiene un sabor de verdad respecto de lo que la sociedad puede esperar del PRI y el PRI de la sociedad: poco o nada, y hasta menos que eso.