Un pequeño muro divide Talismán, Chiapas, de Guatemala: es una línea imaginaria sin control que permite el paso de cualquier cosa. “Los dueños se arreglan con mordidas; si nos topan policías de Chiapas, se les da pa’su refresco y listo”, dice un cargador. Lo de la caída del café, puro cuento, afirma alcalde auxiliar de Lucina.
[ Segunda Parte ]
Un pequeño portal, construido hace 80 años, cuya estructura comparte un muro tricolor y otro celeste, delimita la línea divisoria entre México y Guatemala. Estamos, en la caseta fronteriza de Talismán, Chiapas…
Se supone un paso formal, vigilado por autoridades aduaneras y migratorias de ambos países, aunque pocos las consideran: siempre habrá forma de burlarlas o sobornarlas. Es, como si no las hubiera: un cruce legal, pero simulado.
A escasos metros de la línea internacional, todavía del lado mexicano, decenas de coyotes —la mayoría chapines— ofrecen acompañamiento para agilizar trámites mercantiles o fiscales en su país, o simplemente planear una visita.
Con una presencia oficial reducida a las paredes de una Casa Roja, la del Instituto Nacional de Migración, ni siquiera es necesario sellar o mostrar el pasaporte para llegar a territorio guatemalteco.
Asoma ya, en un pestañeo, la villa comercial de El Carmen, un cinturón vivo y candente, dedicado al tráfico y contrabando de mercancías, empañado por el humo de los asaderos de pollo o de carne, donde comen los “cargadores” antes o después de cruzar el río.
Desde el puente fronterizo, es posible verlos semidesnudos: se alquilan por 15 o 20 quetzales (menos de 50 pesos) para transportar productos desde la base de autobuses local hasta la terminal de Talismán, en territorio mexicano. Habrán de cruzar el Suchiate.
Pareciera, en el imaginario, una actividad con tintes de esclavitud, en la cual se enrolan lugareños en el desamparo y migrantes centroamericanos en busca de un poco de dinero para seguir su trajín hacia el norte. Algunos, los más osados, intentan contratarse por su cuenta: “¿Cuánto me da por pasarle sus sacos?”; la mayoría se une a cooperativas o asociaciones para asegurar tres o cuatro viajes al día.
Desde una casucha tenebrosa, se ha confeccionado un pasaje secreto por debajo del puente y con destino a la orilla del río, un atajo obligado para los mulatos con sus fardos de ropa, zapatos, cohetes, perfumes y un sinfín de baratijas…
“Los patrones prefieren el paso del río, porque evaden impuestos”, cuenta Rudi, un guatemalteco de 45 años dedicado a la carga desde hace más de una década:
“No crea que esto de la pasada es de ahora, ha sido de siempre”.
—¿Y la autoridad?
—Caricatura. Los dueños se arreglan con mordidas. A veces, quienes nos topan en el camino son policías estatales, de Chiapas, pero se les da pa’ su refresco y dejan pasar.
Ramiro, un salvadoreño de 33 años, se alista ya para el cruce. Guardó su ropa seca y huaraches en una bolsa de plástico y enfrentará la corriente en calzoncillos. Su deseo es llegar a San José California, a donde se le adelantó “una noviecilla”. Lleva más de dos semanas de carguero.
“Un compa me dijo que aquí se podía trabajar sin ser molestado. Somos chambeadores, y estamos luchándole a la vida”, cuenta.
—¿Por qué huiste de El Salvador?
—Porque se me fue la princesa y porque allá, en mi país, pura violencia, puros maras.
Da un último apretón al mecate de las cajas. Esta vez lleva ventiladores, los cuales se ofertarán en el centro de Tapachula. Conviene la venta allá, por el tipo de cambio: un quetzal vale 2 pesos con 50 centavos.
—¿Cuántas horas trabajas?
—Desde las 4 de la mañana hasta la tardecita.
—¿Y ganas?
—En un día bueno, más de 100 quetzales (unos 230 pesos), pero andando en chinga. Todo sea por alcanzar a mi morra.
En El Carmen, la vida es trepidante. Decenas de bodegas fueron montadas para almacenar artículos mexicanos —en especial de limpieza y comestibles— y surtir a las pequeñas abarroteras de Malacatán.
Entre sus colonias lúgubres, se han abierto callejuelas clandestinas para el trasiego de mercancía como maíz y café (llamadas bajaderos). Todas conducen al río.
Aquí se suda, se transpira. Corren billetes en su zona libre donde se rematan aparatos electrónicos, herramientas, maquinaria y electrodomésticos con pedimentos de importación desde Estados Unidos, atracción para cientos de compradores mexicanos. O en su deshuesadero, donde se puja por refacciones automotrices rescatadas de vehículos americanos traídos como chatarra.
CAFÉ Y JUEGO CHUECO. Doña Ismelda, su madre, ha puesto sobre la mesa un jarro de café: el de la ramita, famoso por estos lares, y un tamal tradicional de mole y pasas. Lo compartimos… De bocado en bocado, Jorge Chilel, alcalde auxiliar del caserío Lucina, en el fragoroso municipio de Malacatán, pregunta:
—¿Qué no estarán echando mentiras los gringos?
—¿Por lo que dicen del aumento excesivo de migrantes? — inquiere el reportero.
—Sí, porque aquí lo único raro que se vio fue lo de la caravana, pero no eran 50 mil o 100 mil, como andan diciendo. La migración es una realidad, la vemos, pero de ahí a que estén pasando hordas de gente todos los días hay mucha diferencia.
—El gobierno mexicano parece haber admitido las cifras de los estadunidenses.
—¿Y a poco México tiene forma de compararlas? Si nunca ha llevado registro y hay mil formas de pasar del lado mexicano. Ni siquiera en las garitas tienen control. Yo digo lo que veo, y pa’ mí que le están jugando chueco.
—El canciller mexicano ha hablado hasta de la caída del café por estos rumbos…
—Puros cuentos. Aquí el café tiene sus horas buenas y sus horas malas, como todo, ¿cuál caída?, ¿acaso las autoridades mexicanas han venido a verificar lo que les cuentan?
Jorge ofrece compañía para seguir la aventura por esta región palpitante, dominada por el intercambio comercial, cultural y sexual entre mexicanos, guatemaltecos y demás pueblos centroamericanos. Vamos pues tras las pistas del café y del éxodo, tras el eco de los caminantes, de este lado del Suchiate.
Saboreamos ya el último trozo del tamal. El tuc-tuc espera…
COSECHAS
—¿Y qué pasó con el café? —se pregunta al ingeniero agrónomo Mazariegos García, encargado de la Finca Panorama, ubicada en San Rafael Pie de la Cuesta.
—Nada, ¿pues qué tendría que pasar?
—Dicen en México que se cayó la producción, y por eso tanto migrante…
—Llevamos más de 80 años. Hoy tenemos 21 trabajadores fijos y 150 cuando hay cosecha, de agosto a febrero, y es el número promedio de todos los años. Les pagamos 2 mil 200 quetzales al mes (alrededor de 5 mil pesos).
—¿No ha habido entonces crisis?
—Al contrario, ha aumentado la producción, por los programas de manejo agronómico y la ayuda de cooperativas. ¿Migración? Nada que ver. Pero dicen que en la aldea Brasilia cerró una finca de café, ¿por qué no se dan una vuelta?...
RAJANDO LEÑA. Nada, por estas calles arenosas del caserío Brasilia, da señal del movimiento cafetalero. Los hogares de los aldeanos parecieran derrumbarse con un soplido y el único estruendo de la tarde proviene de una camioneta con una bocina destartalada. Fue enviada, se sabrá después, por un tal Emilio Galvez, candidato ganador a la alcaldía local en las elecciones del pasado domingo 16 de junio. “El agradecimiento primeramente a Dios por haber permitido nuestro proceso electoral; gracias aldeas y caseríos, muy pronto un Malacatán diferente”, se escucha entre crujidos del altavoz y al ritmo de una rola de Los Ángeles Azules.
Don Rafael Robledo, de 60 años, asoma por el umbral de su casa sin puerta. Le sube el volumen a su viejo radio, desde el cual se ha programado una canción de Los Yonics, en el intento por opacar la promoción electorera.
—¿Sabe dónde está la finca de café? —se le pregunta.
—¡Uy, ya cerró!
—¿Entonces es cierto que se cayó el café?
—Pero eso fue hace más de 10 años, yo trabajé como 20 años en la finca, pero el patrón se metió en problemas con el banco y desapareció. Unos contratistas lotificaron la zona, a mí me tocó este pedacito, no fue el mejor, porque se encharca mucho, pero al menos tengo donde dormir.
—¿Y ahora de qué vive?
—De sacar piedras o de rajar leña, y de los pocos dolaritos que mandan los hijos de mi mujer. Yo tenía un hijo propio, pero se me murió.
LA INFELICIDAD. Por el auge del negocio furtivo y la concentración de migrantes, Malacatán está entre las ciudades guatemaltecas más inseguras de la franja fronteriza. En la llamada cuadra de los bares, las prostitutas centroamericanas ofrecen sus servicios de día y de noche, a sólo dos calles del mercado central, donde se vende, en costales, el maíz traficado desde México, sin intervención de ninguna autoridad. Ni de uno, ni de otro lado.
Como estampa de la realidad, el acceso principal de la Policía Nacional de Guatemala se encuentra blindado con botes de arena.
Antes del adiós, doña Ismelda invita otro jarro de café. Desde hace cuatro años abrió un establecimiento donde despacha productos mexicanos y guatemaltecos:
“Aquí somos movidos, y así la vamos llevando. No nos quejamos, porque tenemos cerca la frontera y eso nos ayuda. Vendo galleta, aceite, cereal, leche, huevo, jabón, cloro, refresco y hasta cicles que vienen de México, la gente los pide. Y también vendo tortillas”, describe.
Quedó viuda muy joven, y para mantener a sus hijos, optó por viajar a estados mexicanos como Chiapas, Veracruz, Tabasco y Puebla ofreciendo ropa y medicina a precios económicos.
“He trabajado mucho, y a estas alturas de la vida, casi por cumplir los 70 años, debería ser una mujer feliz”, dice.
—¿No lo es?
—No, porque me faltan dos hijas y dos nietos. Se fueron a Estados Unidos hace tres años, en una época en la que llevar chamacos aumentaba las posibilidades de asilo. A una de ellas le fue muy mal: la separaron de su hija de ocho años y la metieron presa más de dos meses. Un familiar tuvo que pagar mil 800 dólares de fianza.
—¿Y ahora están mejor?
—Ganan en dólares, pero también pagan en dólares la renta y los servicios. A veces, tengo más dinero que ellas y no debo pagar por un techo. ¿Qué necesidad tengo de llorar por mis muchachas y por mi nietecita?, ¿qué tal si muero y jamás las vuelvo a ver?...