Entendiendo la voz de AMLO
En La hora de opinar del pasado lunes, Javier Tello habló de tres afluentes del discurso público de Andrés Manuel López Obrador.
El primero es lo que Tello describe, siguiendo a Max Weber, como “cesarismo” o “democracia de liderazgo”.
Weber se refiere al hecho, no infrecuente en las democracias modernas, de líderes capaces de hablar directamente a la sociedad saltando sobre las instancias burocráticas y representativas. Esta capacidad de hablar sin mediaciones a los gobernados pone al líder en un lugar distinto al de su gobierno, un lugar donde lo que importa no son los resultados de su administración, sino la narrativa del líder.
Un segundo afluente, sigue Tello, es la narrativa histórica en que está montado el discurso de AMLO. Se presenta como un eslabón vivo de la grandeza del pasado, de la historia buena del país: la de Hidalgo, Juárez o Cárdenas, en pugna con la historia mala: la Colonia, Porfirio Díaz, los conservadores, el neoliberalismo.
La grandeza histórica invocada diluye también la importancia de los resultados, porque subraya las intenciones: las cosas pueden no salir bien pero están orientadas en el rumbo correcto: el de la grandeza de la nación.
Tello citó en el programa, con humor, a manera de ilustración del punto, el dicho de Carlos Menem, aquel presidente argentino: “Estamos mal, pero vamos bien”.
El tercer afluente es hermano del segundo: se trata de la visión moral en que está envuelto el discurso. Ahí, otra vez, lo que importan no son los hechos resultantes, sino la calidad moral de las metas; no el imperfecto camino, sino el rumbo final elegido, en sí mismo garantía de victoria, pues “el triunfo de la reacción es moralmente imposible” (Benito Juárez).
A todo esto hay que añadir lo que el ex secretario Carlos Urzúa llamó la “inteligencia social” de AMLO y su olfato simbólico, añado yo, capaz de percibir con claridad agravios y esperanzas colectivos, y de redirigir el rumbo del discurso cuando se estrella demasiado visiblemente con la realidad.
Por último, está la materia misma del discurso: el lenguaje llano, pero plástico y resonante, con el que el Presidente ha formado una especie de refranero de su invención, capaz de tonos bíblicos, descalificaciones fulminantes y chascarrillos callejeros.
Un temible refranero.