Apatía social
Podemos alegar muchas cosas, pero al final los pendejos somos nosotros.
En un estado de excepción, donde la violencia e inseguridad han rebasado a las autoridades y el gobernador se ha declarado incapaz de enfrentar a la delincuencia, lo que sigue es buscar nuevas y diferentes alternativas de enfrentar y resolver la crisis delictiva que aqueja a nuestra entidad. La de Morelos es una historia vieja que viene desde hace más de dos décadas y en la que ningún gobierno ha podido resolver el problema; han pasado administraciones de varios partidos y ninguna ha mejorado la situación. Por el contrario: la crisis es cada día mayor.
Lo sucedido la semana pasada cuando el jefe de la policía capitalina fue ejecutado al llegar a su casa marcó un nuevo y violento precedente en una historia de horror a la que tristemente todos nos estamos acostumbrando. Nunca en Morelos un secretario de seguridad de Cuernavaca en funciones había sido asesinado, el hecho se sumó a la lista de cosas inéditas que han ocurrido en nuestra entidad y como en todos los casos, la historia llamó la atención apenas unas horas, porque luego volvimos a nuestro ya natural estado de indiferencia.
Ahí inicia el gran problema social, ese es el elemento principal que nutre la impunidad y fortalece la apatía gubernamental. Todo pasa y nunca pasa nada porque los ciudadanos ya nos acostumbramos al derramamiento de sangre, a la desgracia y al dolor; reaccionamos solo cuando la violencia nos toca y dejamos que todo siga igual mientras las balas no se atraviesen en nuestro camino.
Esta indolencia colectiva es el mejor y mayor blindaje que han tenido los gobiernos de Morelos; por esta razón una y otra vez en los pasillos de poder y en las oficinas del ejecutivo los gobernantes se mofan de la gente, se ríen de la desgracia de los demás y siguen adelante como si nada pasara.
Y es que es cierto: los morelenses nos hemos convertido en un pueblo agachón, sumiso y pendejo; alzamos la voz en redes sociales, criticamos con dureza a nuestras autoridades en las mesas de café, pero no hemos sabido ni querido ir más allá. Poco a poco desde la época de Jorge Carrillo Olea las cosas se han ido poniendo peor para todos en todos los sentidos: primero fue la ola de secuestros y luego llegaron los cárteles delictivos, de ahí nació el narcogobierno y posteriormente, como si todo lo anterior no fuera suficiente, comenzó la rapiña de las instituciones y el saqueo de las finanzas públicas.
¿Por qué han hecho eso nuestras autoridades? Simple: porque pueden, porque la gente observa y calla, porque los ciudadanos vemos los abusos y volteamos a otro lado, porque cuando se trata de reclamar no utilizamos los cauces adecuados y porque cada tres años volvemos a caer en las mentiras de los candidatos y votamos a lo pendejo. ¿De quién es entonces la culpa de que estemos así?
Lo que estamos viendo en el 2019 es un corolario de cosas inéditas que nosotros mismos las hemos convertido en algo natural. Hace unos años nos alarmamos cuando vimos la primera ejecución pública y cuerpos sin vida colgados de un puente, cuando apareció la primera narcomanta y presenciamos la primera ejecución de un jefe policiaco. Hoy todo eso se ha convertido en cosa común, lo de todos los días, algo que muchas veces, por lo natural que se ha vuelto, ni siquiera amerita una nota periodística.
Imagina lectora lector queridos, que hace un par años alguien te hubiera dicho que en Morelos comenzarían a ejecutar personas a plena luz del día dentro de las plazas comerciales, o que sin mayores complicaciones asesinarían al secretario de seguridad pública de la capital, o que en pleno centro histórico a un lado de la oficina del gobernador y frente a las cámaras de televisión ejecutarían a dos líderes sindicales, o que secuestrarían a un exrector o qué primera dama presenciaría una balacera en una plaza comercial, o que en un restaurant familiar ejecutarían a media docena de personas, incluyendo niños o que una noche de viernes dispararían contra los clientes de un bar y matarían a varios o que hasta los alcaldes pagarían derecho de piso. ¿Lo hubieras creído?
El problema no es solo lo que está sucediendo, sino que poco a poco estas y muchas otras situaciones se volvieron normales en nuestro estado y nuestro país. Lo malo no es solo que la delincuencia opera a sus anchas y actúa sin temor alguno a todas horas y en todos lados, sino que los ciudadanos normalizamos lo anormal y nos hemos acostumbrado a vivir entre balas y muertos.
Desde hace varios años no hay semana en la que no conozcamos historias de horror, nos enteremos de nuevas ejecuciones y sepamos que la desgracia nos ha tocado de manera directa o indirecta. Pero aún en un escenario atípico lo que ha pasado en el 2019 rompe la barrera de lo extraordinario y amerita una reflexión aparte: según cifras oficiales en este año el número de personas que han sido asesinadas ronda los 850, pero de acuerdo con conteos periodísticos, sustentados con todas y cada una de las víctimas de hechos violentos ocurridos, casi llegamos a los 1 mil 500 asesinatos violentos en 11 meses.
Pero la numeralia es intrascendente cuando frente a ella no existe ninguna reacción oficial o ciudadana; podemos hablar de cien o de cien mil muertos, pero nada importa si se ven únicamente como estadística, como algo que nutre los cuadros comparativos oficiales y no se observa como lo que realmente es: un brutal derramamiento de sangre.
Quizá alguien dirá en este momento que los ciudadanos nos hemos acostumbrado a vivir así porque no hay nada que podamos hacer al respecto, porque una marcha no cambia las cosas y porque entre políticos se protegen. Cierto.
Lo que hemos olvidado es que hace algunos años la organización social sí logró la caída de un gobernador, que la articulación de las demandas ciudadanas se convirtió en una poderosa arma contra la impunidad y que cuando eso ocurre los regímenes se tambalean. Sobre todo olvidamos que el camino para cambiar las cosas desde la sociedad no puede ser solo a través de marchas (que por supuesto importan), el proceso debe incluir instrumentos legales bien documentados para que ningún político (por corrupto que sea) pueda desechar de un plumazo.
Para que las cosas funcionen se deben hacer de manera correcta: las marchas deben ser incluyentes, llamar a todos los sectores e involucrar a todos más allá de diferencias ideológicas o personales; junto a las marchas deben presentarse denuncias bien documentadas, ingresadas en distintas instancias locales y nacionales en las que se sustente la petición y se comprueben las faltas cometidas por la autoridad. Y todo ello debe trabajarse en varios espacios: en los grupos sociales, en los sectores productivos, en los círculos religiosos y por supuesto desde los organismos políticos. ¡Es un movimiento político!, dirán desde el gobierno; ¡Obvio! Porque ese es el camino social-legal que tenemos los ciudadanos en este país para que el mando se revoque.
Mientras los ciudadanos sigamos siendo mudos testigos de la masacre, mientras nuestra apatía se imponga a nuestro malestar y el enfado no se articule, todo seguirá igual. Hoy en México se han abierto varios caminos para que el poder político se revoque y existe un presidente dispuesto a hacer cambios radicales cuando “el pueblo sabio” lo demanda. Por supuesto que para que la voz de los morelenses se escuche en Palacio Nacional es necesario que los movimientos y los reclamos tengan la fuerza y consistencia necesaria para que ningún partido ni congreso sea capaz de detenerla; hoy, por cierto, el ánimo de la prensa es el mismo que el que había en la debacle de Jorge Carrillo Olea.
Los elementos para que las cosas cambien en Morelos están a la vista de todos, únicamente hace falta que algo o alguien organice las cosas, tome el liderazgo y comience una revolución social que hoy no solo podría concluir con un cambio de régimen, provocaría una sacudida mayor en la política para que la situación mejore; de paso serviría al presidente como un ejemplo nacional para poner orden en otros estados.
Basta revisar como se hicieron las cosas en la época de Carrillo Olea para retomar el guion y reescribir la historia.
• posdata
El presidente de México no tiene amigos, lo ha demostrado. A Andrés Manuel López Obrador no le tiembla la mano actuar cuando se trata de demostrar su autoridad y opera en función de lo que él mismo ha marcado como su línea en su gobierno.
En once meses de gobierno el Presidente de México ha iniciado procesos contra exfuncionarios de la pasada administración, empresarios intocables y el abogado consentido de la clase política mexicana; metió a la cárcel a Rosario Robles, su otrora amiga y sustituta en el Gobierno de la Ciudad de México y echó al inamovible Carlos Romero Deschamps del poderoso sindicato petrolero.
Dentro de su gabinete también ha dejado ver su fuerza: no ha tenido empacho en sustituir piezas, en relevar personas y echar a figuras que eran muy cercanas a él, como César Yáñez y Carlos Urzúa; tampoco se ha tocado el corazón para soltar a la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) contra figuras de su gobierno o de su partido que se encuentran bajo sospecha y en el futuro le pueden servir para enjuiciarlas.
López Obrador es un hombre de poder, un animal político que tiene muy claro su objetivo y que no se detiene ante nadie; dentro de su equipo saben que con él no hay certeza de nada, que todos pueden ser sacrificados si se equivocan y que en cualquier momento habrá cambios, si el presidente lo considera necesario.
Andrés Manuel López Obrador no es Enrique Peña Nieto, el tabasqueño no protege a nadie (más que a su familia) y frente a un año (el 2020) que será mucho más intenso y complicado que el actual, seguramente tomará decisiones fuertes que le ayuden a mantener su popularidad y refrendar sus triunfos en el 2021.
Quienes midan al gobierno de AMLO con los parámetros de EPN se van a equivocar; el morenista puede tener errores y desaciertos en varios temas, pero en materia política y medición de tiempos es un experto que, además, no tiene miedo de tomar decisiones cuando estas le sirvan y ayuden a su imagen.
No es casual que en Morelos haya entrado la UIF, ni tampoco que varios actores políticos nacionales cercanos al presidente estén operando localmente. Por su fama pública y desgaste social, Cuauhtémoc Blanco es una pieza muy atractiva para el presidente de México, para ayudarlo o para sacrificarlo, depende lo que le convenga.
• nota
Distintas señales ha mandado el Obispo de Cuernavaca al Gobierno de Morelos y en todas advierte la gravedad de la situación que vive la gente y la necesidad de que se haga algo para que las cosas cambien.
Ramón Castro ya habló de posibles actos de corrupción en el gobierno y no quita el dedo del renglón en el tema de la seguridad y la violencia, que por cierto, ha obligado a algunas iglesias del estado a modificar el horario de sus misas.
No falta mucho para que la iglesia católica vuelva a salir a las calles y encabece marchas en contra de la violencia. Antes de que las cosas se descompongan más, es importante que las autoridades volteen a ver a quienes pueden ser el detonante de una crisis mayor.
• post it
Cuentan los que saben, que antes de que concluya el año habrá cambios en el gabinete de Cuauhtémoc Blanco. Al menos dos, señalan, un hombre y una mujer.
Modificar la manera como se comunica este gobierno, afirman en los pasillos de poder, es determinante para que las cosas mejoren en el 2021.
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