El milagro guadalupano según Schulenburg
Guillermo Schulenburg, abate de la Basílica de Guadalupe por 33 años, murió en el año 2009 y fue ácidamente célebre por su negación de la existencia del indio Juan Diego, a quien, como sabe todo buen cristiano, la Virgen de Guadalupe se le apareció por primera vez en el cerro del Tepeyac, un sábado de diciembre de 1531.
Quien niega la existencia de Juan Diego y las apariciones en cierto modo niega a la Virgen. ¿Qué entidad milagrosa podría tener la Virgen Morena, patrona y reina de México, si se desconociera el acto fundador de su existencia: su aparición en el Tepeyac?
Parece ir contra el corazón del culto guadalupano que el titular de la Basílica por tantos años fuera un descreído precisamente del milagro que funda el culto.
Y sin embargo, hay una veta de guadalupanismo eclesiástico que descree de la aparición y su parafernalia. Es una veta que hunde sus raíces en la aversión de los primeros evangelizadores a la mezcla de deidades indígenas, con ritos de la fe católica.
Nada sino eso fue en sus inicios el culto novohispano de la ermita del Tepeyac: la hibridación de la Tonantzin indígena, diosa de la tierra, con la efigie de una virgen morena, trasunto de la virgen mora de Extremadura.
Como he contado aquí estos días, grandes autores eclesiásticos del culto guadalupano han sido contrarios a la noción de sus apariciones.
También lo fue el abate Schulenburg, negador de Juan Diego. El milagro del guadalupanismo para estos clérigos no estaba en la “superstición” aparicionista, sino en el poder único de propagación de la Guadalupana en el corazón religioso de México.
La virgen se habría quedado siempre en el corazón del pueblo, no en el cerro del Tepeyac. Y su mensaje no era el del privilegio divino: “No hizo igual con nación alguna”, sino el del consuelo terrenal, tal como habría de sugerirlo Schulenburg, en más de dos mil sermones, con la fórmula incantatoria:
“¿No estoy yo aquí, que soy tu madre? ¿No corres en todo por mi cuenta? ¿No acaso te tengo en mi regazo, no te tengo entre mis brazos? Entonces, ¿qué puedes temer?”
El milagro sugerido por Schulemburg no necesita, en efecto, a Juan Diego ni a las apariciones.