El ultimátum de Barr
William Barr, el procurador general de Estados Unidos, regresa a México esta semana. Su anterior visita fue el 5 de diciembre, y se registró públicamente como productiva. Lo fue, en efecto, pero para Washington, porque para los mexicanos no fue nada tersa. Barr platicó con el presidente Andrés Manuel López Obrador y con varios miembros del gabinete en la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, a quienes le dio un ultimátum de seis meses –uno ya corrió– para que redujeran al trasiego de fentanilo a su país. ¿Y si no se logra? No lo dijo Barr, pero ya conocemos el antecedente de la amenaza de imponer aranceles si el presidente López Obrador no cedía a la exigencia de frenar la migración en el Suchiate, y olvidar su política de brazos abiertos y viaje todo pagado a la frontera norte.
El encuentro con Barr versó sobre varios temas. El que oficialmente se manejó fue en de las conversaciones para que Estados Unidos no clasificara a los cárteles de la droga mexicanos como “terroristas”, lo cual se dio. Que el presidente Donald Trump reculara fue presentado como una victoria mexicana, pero no lo fue tanto. A cambio, y esa fue la exigencia y la razón de la presión de la Casa Blanca, es que redujeran la intensidad de la exigencia del control del tráfico de armas por la frontera norte, porque le estaba generando problemas internos en un entorno político polarizado.
Otro punto fue el final, sin anuncio ni cambio de discurso, de la política de avestruz en el combate al crimen organizado. Barr reorganizó las responsabilidades en México –casi de manera literal–, y precisó qué agencias de inteligencia y policiales trabajarían con el Ejército y la Marina. La Guardia Nacional no fue incorporada en esta estrategia –no confían en ella y, después de todo, lo único concreto que está realizando es el equivalente a una policía fronteriza.
Pero el tema de mayor preocupación de Barr fue el del fentanilo, que se ha convertido en la droga más letal en Estados Unidos y se considera una epidemia. El 38.9 por ciento de las muertes en 2017, equivalentes a 28 mil 500 personas, fue por sobredosis relacionadas con el fentanilo, lo que significó un brinco de 46% con respecto a 2016, de acuerdo con un informe del Servicio de Investigación del Congreso de Estados Unidos, publicado en diciembre pasado, en seguimiento de una resolución del Senado de esa nación de marzo de 2017, para reforzar los esfuerzos de Washington para que México y China reduzcan la producción y el tráfico de fentanilo.
La preocupación en Washington tiene como una de sus raíces la velocidad con la que México sustituyó a China como el mayor exportador ilegal de fentanilo a Estados Unidos. Hasta 2013 China era el principal exportador de esa droga, pero fue sustituido rápidamente por México, donde comenzó a entrar por sus puestos en el Pacífico, principalmente Manzanillo, razón por la cual la violencia en Colima se disparó súbitamente, y remplazó a la heroína –provocando una crisis en los campos de cultivo en la sierra de Guerrero, donde los campesinos vivían de su cultivo–, que ya había superado a la cocaína.
Aunque el fenómeno del fentanilo se tiene registrado desde 2006, fue en el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto donde se convirtió en un problema para Estados Unidos. Con el cambio de gobierno, la situación empeoró. En los primeros siete meses de la administración de Andrés Manuel López Obrador, se disminuyeron los decomisos de fentanilo. De acuerdo con información desclasificada de la Secretaría de la Defensa Nacional, las incautaciones durante ese periodo bajaron 6.4%, del total de los 344 kilogramos decomisados en el último año de Peña Nieto.
La importación de fentanilo está autorizada con fines medicinales, dentro de la Ley General de Salud y la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961, como un opioide sintético que se receta a pacientes con dolores intensos, por ser 100 veces más potente que la morfina, según el Centro de Control de Enfermedades y Prevención de Estados Unidos. En el mercado ilegal, se ha convertido en la droga más buscada porque produce, como principal efecto, una felicidad en extremo, superior en placer mortal al efecto que genera la heroína, que tiene la mitad de la potencia que el fentanilo.
La felicidad, para las organizaciones criminales, ha sido inmensamente redituable. Un kilo de fentanilo en China, por ejemplo, cuesta entre tres mil y cinco mil dólares, pero un kilo de fentanilo puro en las calles de Estados Unidos –cada miligramo puede llegar a generar un millón de pastillas–, produce ganancias que van de los 5 a los 20 millones de dólares.
El gobierno de Estados Unidos tiene la urgencia que se frene el trasiego a su territorio, que entra a través de dos rutas principales, la que inicia en la Ciudad de México –el fentanilo entra ilegalmente por el Aeropuerto Internacional Benito Juárez desde Asia y Europa–, atraviesa Jalisco, Sinaloa y Sonora, por cuya ciudad fronteriza, San Luis Rio Colorado, se introduce a ese país, y la que parte de La Paz, Baja California Sur –originalmente procedente de Asia–, sube por Ensenada y entra a territorio estadounidense por Tijuana. El fentanilo mexicano tiene como característica adicional que también se mezcla con la heroína y las metanfetaminas, lo que hace transversal el consumo de esa droga letal.
Hasta ahora, la presión política pública de Trump y su gobierno sobre el fentanilo ha sido sobre China, dejando a México en el asiento trasero de la denuncia. Pero la exigencia de Barr sugiere que la paciencia con los mexicanos se agotó y en ello se explica el ultimátum puesto sobre la mesa. El segundo arancelazo ya tocó la puerta.