La entrevista que se me fue de las manos
A pesar de ser abril (2007), la tarde estaba soleada en París y aproveché para curiosear en el mercado sobre ruedas instalado en la Place de la Bourse, mientras daba la hora para la entrevista que un buen amigo me había conseguido con el legendario director y fundador de Le Nouvel Observateur, Jean Daniel.
Crucé la calle, subí con su secretaria y en unos minutos apareció el octogenario ícono de la prensa humanista francesa, nacido en Argelia.
Delgado, recto y fino como una espiga, elegante en su vestimenta juvenil, caminaba en medio de las miradas con la naturalidad de un león que cruza entre otros leones.
Ya sentado frente a él, le pregunté sobre el tema de la entrevista: la primera vuelta de las elecciones francesas para elegir sucesor o sucesora del presidente Jacques Chirac: la socialista Sególéne Royal y el derechista Nicolas Sarkozy.
Luego de largo rato, poco antes de despedirme, le pedí su opinión sobre el futuro de la izquierda en Europa y en América, y respondió sin el malhumor que le atribuyen: “vaya, hasta que tocamos un tema”.
Por años busqué la revancha a esa merecida humillación profesional y por distintas circunstancias no fue posible. Falleció hace una semana en París, a punto de cumplir un siglo de vida.
En su libro Los Míos (Galaxia Gutemberg. Círculo de Lectores) están descritos con afecto entrañable y sinceridad sin concesiones (de su amigo el escritor Andre Gide, cita a Simon Leys: “un pedófilo, un avaro y un antisemita. Una vez dicho eso no se ha dicho nada”) a aquellos que de una manera u otra lo acompañaron en su vida y ya estaban muertos.
Como nos sucede a todos: “un buen día percibimos a nuestro alrededor una dispersa comitiva de personas y reconocemos en ella a algunas sin las cuales no seríamos lo que somos”, explica Milan Kundera en el prefacio del libro que arranca con el poema de Guillaume Apollinaire, llamado precisamente “Comitiva”.
Le hubiera preguntado sobre periodismo, como lo entendía Francois Mauriac, defensor de De Gaulle que se quedó solo en esa trinchera –con Andre Malraux–, frente a todos los grandes intelectuales del momento que eran profundamente antigaullistas.
Jean Daniel dice en este libro que para Mauriac no hay más periodismo que el político: “Consiste fundamentalmente en posicionarse a diario sobre todo lo que concierne a la política interior y exterior”. Le preocupaba mucho menos “evitar contradecirse que expresar del modo más exacto posible lo que cree justo en el momento en que escribe”.
Pide Jean Daniel que escuchemos a Mauriac: “Un buen periodista es, en primer lugar, aquel que logra que le lean. Es el que retiene al lector a su pesar, el que, en cierto modo, le atrapa, el que le obliga volver a leer desde el principio un artículo al que sólo había echado una ojeada al primer y al último párrafo. El artículo no debe ser un soliloquio, un recalcar, rumiar las propias ideas, el periodista debe agarrar por las solapas a un interlocutor invisible y esforzarse en convencerlo. El buen periodismo es un diálogo”.
Nada de eso le pregunté al director de Le Nouvel Obs. Ni sobre otro amigo suyo, Francois Mitterrand, el “gran seductor narcisista y astuto que había reinado casi tres lustros en el Elíseo”, como lo describe.
Cuenta Daniel que “se decía de Mitterrand que sólo sentía pasión por sí mismo y que sus sucesivas convicciones estaban al servicio de su fervor egocéntrico”.
Al regreso de una gira a Washington, el presidente Mitterrand lo invitó a comer en La Cantine des Gourmets, en la avenida de la Bourdonnais –“llegué puntual, él se hizo esperar”.
El viejo zorro socialista y europeísta habló un poco del viaje, comentó la necesidad estratégica de acercarse a Alemania, y luego se abrió el ser humano con el tema que le acompañaba junto con su enfermedad: la muerte:
“La muerte”, susurró Mitterrand… y empezó a conversar: “programada desde el nacimiento. Nos pasamos la vida aprendiendo a morir, poca gente lo sabe. ¿Lo sé acaso yo? Hace cinco años me hubiera indignado, hoy, estoy sereno. Y mientras no me vuelva indiferente, la vida sigue mereciendo la pena”.
Todo ese cofre de cultura y experiencia lo tuve ante mi grabadora, sólo para mí, y le pregunté… sobre las posibilidades de Ségólene y algo de Jean Marie Le Pen.
Nada acerca del lugar donde su amigo Matisse descubrió el azul inigualable de sus pinturas.
O por qué decía que “no podría sentirme a gusto con alguien a quien dejen indiferente algunas páginas de La Condición Humana” de Malraux, integrante de su comitiva, a quien destaza en el libro porque se perdió en el glamour de la televisión.
O algo más sensible aún, con el profundo significado que tiene al salir de la pluma de este amigo y crítico de De Gaulle y discípulo de Albert Camus:
“La vida no tiene más sentido que el que le dan los seres que amamos”.