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EN TERCERA PERSONA

Los papeles de Ana
Perdió el cabello, enfermó del hígado, sufrió migrañas de una semana de duración

¿Cuántas cosas, cuántas historias, cuántos hechos de dolor arrastraba ayer la ola morada por las calles de México? Tengo en la mano los papeles de Ana. Ella entró un día a una agencia del ministerio público: “Vivo aterrada, temo por mi seguridad, no puedo salir libremente a la calle, vivo presa del miedo de que él atente contra mi vida y la de mi hijo”.

A través de una amiga, Ana conoció hace unos años a un santero. Voy a llamarlo Mario. Se fueron haciendo amigos y comenzaron a contarse cosas. Él le dijo que era viudo, que tenía una mala relación con sus hijos, que su esposa le había sido infiel varias veces.

Un año más tarde, luego de perder un bebé y romper abruptamente con una relación, Ana volvió de Xalapa a la Ciudad de México y buscó a su amigo el santero. Estaba sola y deshecha. Él le ofreció trabajo como secretaria y una recámara en el consultorio en donde atendía a sus clientes.

Al paso del tiempo iniciaron una relación y comenzó también el horror. Mario la tenía escondida para que su hijo, que habitaba en un departamento contiguo, no fuera a enterarse del noviazgo. Le exigía que mantuviera las luces del consultorio apagadas, “como si no hubiera nadie”, y le prohibía asomar la cabeza fuera del horario de oficina para que los vecinos no la vieran.

Al mismo tiempo comenzó a mantener sobre ella un excesivo control. Argumentaba que sus poderes como santero le permitían saber cosas e incluso leer los pensamientos, “así que me dices tú a dónde fuiste, o prefieres que yo te lo diga”.

Lentamente, logró que Ana dependiera de él en todos sentidos, “emocional, espiritual, física y económicamente”. La convenció que solo podía confiar en tres cosas: en Dios, en los santos y en él.

Mario le confió sus fantasías sexuales. Hacer una orgía con sus amigos. Que ella se acostara con su hijo —y él los observara, escondido. Que ella subiera a vagones atestados del Metro para que otros la manosearan. Que llevara desconocidos al consultorio, y se acostara con ellos.

Las fantasías comenzaron a volverse exigencias. La sacaba de noche al Metro con la esperanza de que algún hombre la abordara. A veces él se quedaba en el departamento y luego le preguntaba cuántos pasajeros la habían tocado. Una mala respuesta provocaba golpizas, insultos y humillaciones.

Ana descubrió muy pronto que Mario no era viudo: llevaba muchos años casado. Él pasaba los fines de semana con su familia, pero esos días, durante diez o doce horas continuas, le enviaba mensajes ofensivos, le preguntaba con quién se estaba acostando, le recordaba sus poderes sobrenaturales.

El lunes siguiente, al volver al consultorio, la obligaba a tener relaciones sexuales. “Sentía tristeza, miedo, angustia, dolor. Estaba completamente sola y él me amenazaba siempre con echarme a la calle”.

La fue aislando en aquel departamento de la Avenida Cuauhtémoc hasta que ella se hundió en la soledad y el temor. “Tenía terror de salir a la calle y que él llamara. Las veces que esto ocurrió me ofendía, me amenazaba con sacar mis cosas a la calle y a ver qué hacía. Me tomaba del cabello y me arrastraba hasta la puerta del departamento. Sabía que no tenía a nadie a quién recurrir”, relató ella.

Una vez ella recibió un mensaje desde un número desconocido. Él salió de la recámara y le preguntó quién se lo había escrito. Ella dijo que solo era un aviso de Telcel. Entonces él le rompió la boca de un bofetón y la arrastró por el departamento: Mario mismo había enviado aquel mensaje desde un teléfono nuevo, “para ponerla a prueba”. Ahora había comprobado que era una perra y su castigo sería ir diariamente a los vagones más concurridos del Metro para que la manosearan, para tratar de llevar al departamento a algún pasajero. Mario compró incluso una cámara para observar desde la recámara cuando todo eso ocurriera.

Llegó el día en que Ana se negó a seguir teniendo relaciones con él. Mario, dijo, “destruyó mi autoestima, utilizaba todo lo que sabía de mi historia, decía que yo era una basura, que no merecía nada bueno de la vida, que era una puta y por eso se había muerto mi hija… Por terror absoluto, destruyó mi dignidad como mujer, mi valor como ser humano, me denigró una y mil veces”.

Después de cada sesión de golpes e insultos, él la obligaba a tener sexo. Ella se embarazó y comenzó así una nueva forma del terror: Mario trasladó la violencia hacia el niño: “le decía que era un chillón, que hubiera sido mejor tener un perro, que si no quería comer le iba a meter la comida por las orejas”.

Ella perdió el cabello, enfermó del hígado, sufrió migrañas de una semana de duración. Se le cayeron incluso algunos dientes.

“Necesito de manera urgente que este señor se aleje de mí y de nuestro hijo, que nos deje vivir en paz, reconstruirme para darle una mejor calidad de vida al niño. Por él decidí denunciar, porque yo soporté todo por ignorante, por cobarde, por no tener quién me orientara”, dijo Ana cuando decidió buscar —y halló— una salida.

Un día antes de que una gigantesca ola morada cubriera de manera insólita las calles de México, Ana me envió sus papeles: “Que mi experiencia llegue a alguna mujer que esté pasando por eso y le sirva”, escribió.

Una historia más en las decenas de miles que tal vez no conoceremos, y que arrastró ayer la ola morada.

Ámbito: 
Nacional