Crónica de una ciudad que se apaga por el virus
CHICAGO, EU.— Voy caminando por las calles de Chicago y parece que estoy viendo una película de ciencia ficción: ahí está la magnífica metrópolis con su muestrario arquitectónico en rascacielos, sus calles anchas y sus puentes de piedra y acero, el lago a un lado, los semáforos siguen cambiando las luces y están encendidos los letreros de tiendas y restaurantes. Pero no hay nadie. Clásica escena después de que la vida cotidiana se extinguió por una fuerza inexplicable que abdujo, desintegró, aniquiló a los seres humanos.
Pero sí hay seres humanos. Es sólo que están todos encerrados. Nadie sale a la calle y eso es muy raro. En la atmósfera hay una pesadez que combina miedo e incertidumbre. Pasan muy pocos vehículos y los camiones del transporte público circulan literalmente sin pasajeros. Las tiendas están cerradas, los cafés están cerrados, no hay turistas con bolsas del shopping ni ejecutivos atados al celular andando a toda prisa para llegar a tiempo al trabajo. Algunos restaurantes tienen abierta la puerta de atrás para que recojan los pedidos para llevar. No hay béisbol en el estado de los Cachorros ni quien se acerque a la arena de básquet de los Toros. Me acaban de avisar del hotel que mañana me tengo que ir porque van a cerrar un mes.
Todo está parado porque así lo ordenaron las autoridades a consecuencia del coronavirus. Una ciudad así de magnífica, sin volumen, como paralizada.
Illinois no es una de las cuatro entidades en alarma porque se desató la pandemia en Estados Unidos, pero sí está justo en el peldaño anterior a la emergencia. Y está todo cerrado para evitar que se propague el Covid-19 y colapse el sistema de salud, como sucedió en Italia. Las ciudades del mundo se están apagando no para que no se contagien sus ciudadanos —porque saben que el contagio sucederá irremediablemente— sino para que no se contagien todos al mismo tiempo, porque entonces habrá más muertes porque no serán suficientes las camas de terapia intensiva ni los instrumentos de apoyo respiratorio. El “distanciamiento social” sirve para esparcir los casos en el tiempo y así minimizar las fatalidades.
Me topo con una cuadrilla de jardineros. Mexicanos los cuatro. Es hasta poético: están quitando la decoración navideña de la legendaria Michigan Avenue y aprovechan para echar tierra fresca en las banquetas “para que ya empiecen a salir las flores de primavera”, me dice el jefe de ellos. Parece que son los únicos que salieron a trabajar. Y eso lo vuelve todavía más raro: no hay nadie haciendo nada, excepto cuatro jardineros mexicanos preparándose para la primavera.
El miedo al virus se combina con el miedo al desastre económico. El miedo a la enfermedad y el medio a perder el trabajo. Se colapsan los sistemas de salud pública tanto como las bolsas. Y todo mundo sabe que es solo cuestión de tiempo para que ese colapso, que puede resultar inicialmente tan ajeno, impacte en nuestra vida más cotidiana.
Es hoy Chicago. Y así va a ser México en unos días.