En grandes cantidades y por sí solas las cifras aturden y confunden. Provistas de contexto pueden resultar tan sorprendentes como sobrecogedoras.
Leemos con asombro que un chico de once años ha dado un giro de 1080 grados (tres vueltas enteras) en patineta o que después de 17 años bajo la superficie las cigarras volverán a caminar sobre la tierra. Nos impacientamos al saber que no habrá vacuna contra el coronavirus en menos de 12 o 18 meses (aunque los científicos nos aseguren que sería de una velocidad inaudita).
Preocupa leer que en marzo y abril 915 menores migrantes fueron expulsados de Estados Unidos después de haber llegado solos a la frontera, que hay 1,7 millones de personas encarceladas y sin posibilidad de distanciamiento en América Latina, y que a falta de vacunas hay 80 millones de bebés en todo el mundo en riesgo de contraer sarampión, polio o difteria.
Batallamos para convertir a presas, carreteras e hidroeléctricas los 350.000 millones de dólares que China le ha prestado a los países en desarrollo. Alivia un poco enterarse que 30 investigadores analizan miles de páginas para encontrar la causa por la cual al menos tres chicos [en inglés] han perdido la vida en Nueva York debido a un síndrome relacionado con el coronavirus.
En una pandemia los números son tan inevitables como las muertes. Por eso a veces el que más interesa es el uno: esa cifra mínima que representa al individuo y su identidad única con rostro, nombre y apellido. El uno que ilustra la única esperanza que tenemos de sobrevivir a la infección, de empatizar, de rescatar del anonimato a una tragedia de millones. Uno por uno, olvidar es imposible.