La posibilidad de una reforma a los cuerpos policiales de gran calado es lejana mientras los militares amplían sus facultades en la seguridad pública
El asesinato de Giovanni López en custodia policial ha puesto en la mira, otra vez, la brutalidad de las fuerzas del orden en México. Las protestas en Guadalajara contra la violencia de la policía acabaron con más violencia y testimonios de detenciones arbitrarias, amenazas y golpes. La ola de indignación por la muerte del afroamericano George Floyd en Estados Unidos necesitaba solo un detonante para hacerse eco al sur de la frontera y la mecha se encendió con la muerte de Giovanni. Pero pudieron haber sido también las denuncias de tortura a manos de marinos y militares, las violaciones de derechos humanos en las cárceles o las masacres de decenas de personas que se archivan en los cajones de las fiscalías mexicanas por presiones del crimen organizado. “Estamos hablando de un problema estructural de todas las policías, con prácticas recurrentes y extendidas”, apunta Carlos Silva Forné, académico del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México.
En los últimos años, organizaciones civiles han protestado por la militarización en la estrategia de seguridad pública, que empezó con la guerra contra el narcotráfico del expresidente Felipe Calderón (2006-2012) y ha seguido, con algunos matices, durante el mandato de Andrés Manuel López Obrador. Las Fuerzas Armadas y la Marina han salido de los cuarteles y exmilitares han llegado a las jefaturas de Policía estatales, lo que aleja la posibilidad de fiscalizar el uso de la fuerza. Paradójicamente, ante el colapso de las policías en los primeros niveles de atención, los mexicanos confían más en los soldados y los marinos que en los agentes, según encuestas oficiales.
Mientras aumentan las tensiones entre López Obrador y el gobernador de Jalisco, Enrique Alfaro, la cara oculta de las protestas en Guadalajara es que las fuerzas del orden no van a cambiar por sí mismas y es ahí donde la sensibilidad de la sociedad frente a estos temas es crucial. “Sin presión pública, no hay cambio”, resume Silva Forné. Los amagos de una reforma policial profunda han ido y venido en los últimos años, pero hoy es un tema muerto en la agenda pública, justo en otro pico de efervescencia por un nuevo escándalo de brutalidad policial. “Debería ser lo contrario, pero es claro que la apuesta de este Gobierno no parece ser fortalecer a las policías estatales y municipales”, afirma el investigador, “esa es la oportunidad que se está perdiendo”.
La indignación por el asesinato de Floyd llegó primero por el racismo y después acabó poniendo a México frente al espejo de los abusos policiales. En un país en el que la apariencia física es el principal sesgo discriminatorio, según la última Encuesta Nacional sobre Discriminación, el principal blanco de las detenciones son hombres jóvenes que pertenecen a grupos que han sido históricamente marginados, como gente en situación de pobreza e indígenas, que “parecían sospechosos” o se encontraban en una zona (rica) “a la que no pertenecen”, apunta Amnistía Internacional.
Hay puntos en común, pero también distinciones importantes, señala Silva Forné. “En México no se puede hablar de la brutalidad policial como tal porque tiene varias manifestaciones”, expone el investigador, con 15 años de experiencia en el tema. Una parte de los abusos se explica por la precariedad de las corporaciones policiales y la falta de capacitación. Las policías municipales suelen ser las peor preparadas y las que menos recursos tienen. Seis de las 10 corporaciones peor pagadas del país se encuentran en el Estado de Jalisco, donde fue asesinado López, según un informe de 2015 del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. “Existen controles escasos y hay pocos incentivos de acotar el uso de la fuerza en el desempeño policial, por eso los abusos se normalizan y se sedimentan”, asegura Silva Forné.
Hay además una lógica punitiva que explica este fenómeno. “El abuso policial es también una forma ilegal de castigo a alguien que ‘se lo merece’ por una ‘afrenta’ o una ‘falta de respeto a la autoridad”, afirma el investigador. Resistirse a un arresto aumenta la probabilidad de ser torturado en custodia policial, según la Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad. La tortura a veces es un instrumento para obtener una confesión, pero también es una práctica para administrar esos castigos. Otras veces se usa para extorsionar y obtener información que no tiene relación con ningún caso judicial. “Las policías en México tienen problemas importantes de corrupción y la violencia no es ajena a este fenómeno”, explica el especialista.
La opacidad y la impunidad completan el cuadro. La probabilidad de que un delito se denuncie y esclarezca en el país ronda el 1%, de acuerdo con la organización Impunidad Cero. Sin consecuencias por los abusos y con corporaciones renuentes a colaborar en las investigaciones, “la violencia ilegal ocupa un lugar central en el funcionamiento cotidiano de las instituciones policiales y esos comportamientos gozan de cierto grado de legitimidad entre los agentes”, dice Silva Forné. La falta de transparencia complica los diagnósticos sobre la magnitud real del problema y las comparaciones a través del tiempo y con otros países. En esa espiral de violencia, sin claridad en el modelo de seguridad, la vulneración de la ciudadanía se encuentra con la desprotección y corrosión de los propios policías y cifras de inseguridad que baten récords. “Estamos lejos”, dice Silva Forné, “la necesidad de una reforma policial profunda es un mantra que se ha recitado durante décadas”. En las cúpulas del poder, el foco de la discusión parece estar en otra parte.