En Palacio Nacional, el Nuevo Testamento; en Michoacán, el Viejo
Después de varios días de ausencia, un padre de familia, ebrio consuetudinario, llega a casa con una enorme sonrisa. Tambaleante, con los ojos inyectados y evidente aliento alcohólico, reúne a su esposa e hijos en la sala y, acto seguido, dice de manera muy solemne: “Detuve el crecimiento de mi forma de beber. El mes pasado me tomé cien cervezas, pero este mes estuve mejor. Lo admito, destapé las mismas cien, pero me terminé únicamente 99 de ellas. A la centésima botella sólo le di un trago y tiré el resto del contenido por la alcantarilla. Así es, familia, mi consumo bajó 0.8%. Felicítenme”.
¿Qué dirían a este hombre sus interlocutores? Seguramente alzarían los hombros, pondrían los ojos en blanco y lo dejarían solo con su borrachera.
Pues ese mismo porcentaje de disminución fue el que presumió el lunes pasado el secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Alfonso Durazo, al dar a conocer las cifras de homicidio en el país.
Los 2 mil 851 asesinatos del mes de junio serán menos que los 2 mil 916 de mayo y los 2 mil 930 de abril, pero de ninguna manera pueden ser motivo de reconocimiento de la labor gubernamental.
Especialmente, porque una de las razones principales por las que fue elegido Andrés Manuel López Obrador fue para poner un alto a la inseguridad, con la que no pudieron sus dos predecesores. Si nos atenemos a las cifras, las cosas ni siquiera están igual que en 2018, sino peor. Van más de 55 mil homicidios en lo que va del sexenio.
El 22 de abril de 2019, el Presidente pidió un plazo de seis meses para reducir los niveles de inseguridad en el país. Pero llegó octubre y la promesa presidencial no se cumplió.
El 1 de noviembre de 2019, diez días después de que se venció el plazo que él mismo se había dado, López Obrador fijó uno nuevo. “Yo espero que cuando mucho en un año más ya estén establecidas las bases de la nueva etapa pública de México”, expresó. “Nada más eso pido, un año más para que esto cambie por completo”.
De ese año, ya han transcurrido casi nueve meses, pero el Presidente, como en otros temas en los que el desempeño del gobierno ha dejado mucho que desear, simplemente no da su brazo a torcer.
El lunes, al comentar el video que subió a las redes sociales el Cártel Jalisco Nueva Generación, presumiendo su arsenal y su capacidad organizativa, el Presidente parecía más molesto con los comentarios que algunos columnistas habían hecho al respecto que con los mismos criminales. Y, como en otras ocasiones, echó la culpa a los gobiernos pasados.
En su conferencia matutina de ese día, insistió en que no va cambiar de estrategia.
“Yo sigo sosteniendo lo mismo, sigo llamando a todos a portarnos bien, a que sean abrazos, no balazos. Eso de que no va a temblar la mano y el ojo por ojo, diente por diente, la Ley del Talión, pues no. Eso está en el Antiguo Testamento, en el Nuevo Testamento ya es otra la doctrina, me adhiero a lo que está en el Nuevo Testamento”.
Será en Palacio Nacional, porque en los caminos polvosos de Michoacán, los soldados y los miembros de la Guardia Nacional llevan al menos tres días respondiendo a sangre y fuego las agresiones de los delincuentes armados y sus bases civiles.
Eso, dicen periodistas de la zona de Apatzingán –donde el fin de semana fue detenido un líder criminal apodado El Botox, lo cual desató balaceras y bloqueos de caminos– no se había visto en los meses que lleva este gobierno. Una de dos: o los militares ya se hartaron de los abrazos o el Presidente ya optó por los balazos para tratar de aplanar la terca curva de la inseguridad, aunque no lo diga públicamente. Y qué coincidencia: todo eso sucede en la tierra en la que su archirrival Felipe Calderón declaró la guerra al crimen organizado.
Como sea, quedan tres meses para que se venza el plazo de un año, y quedan diez meses para las elecciones. En una u otra fecha, el oficialismo no podrá evitar el juicio ciudadano.