Historia de una ejecución
Raúl Tercero, de oficio albañil, llegó a Nuevo Laredo desde su natal Chiapas en busca de una vida mejor.
Con el tiempo, mandó traer a su familia. Lo alcanzaron su esposa y sus hijos Damián y Alejandro, de 18 y 16 años, respectivamente.
El 24 de junio pasado, Raúl se fue a Monterrey a cumplir con un trabajo. Cuando se despidió de sus hijos, éstos le dijeron que irían a buscar empleo. Cuando el padre regresó a Nuevo Laredo, dos días después, se topó con la noticia de que sus hijos no habían regresado a casa.
“El día 27 comencé a buscarlos”, me relató ayer en entrevista para Imagen. “El 4 de julio, por conducto de unos jóvenes que estaban viendo por su celular el noticiario Al Rojo Vivo, me enteré que mi hijo Damián había sido asesinado arriba de la troca. Ahí me di cuenta que lo habían secuestrado”.
En la madrugada del día anterior se dio un enfrentamiento entre militares y presuntos miembros de La Tropa del Infierno, el brazo armado del Cártel del Noreste. Los soldados habían perseguido una camioneta con gente armada y posteriormente se habían enfrentado con ella en la colonia Los Fresnos, al surponiente de Nuevo Laredo. A bordo de ella, además de los sicarios, había gente secuestrada.
“Me fui para la Procuraduría, sin un peso en la bolsa. La agente del Ministerio Público me mandó a una funeraria, donde identifiqué a mi hijo, pero ese día no me quisieron entregar el cuerpo. Volví al día siguiente, pero, como no tenía dinero, me acerqué a una unidad militar y me dirigí al único elemento que estaba ahí, pidiéndole ayuda. Le dije que a mi hijo lo habían secuestrado y asesinado y que yo no tenía dinero para sepultarlo”.
El soldado se conmovió y entregó a Raúl un billete de 20 pesos. “Me dijo que él no estaba de acuerdo con lo que habían hecho sus compañeros. Me dio el dinero y me dijo que me fuera. Cuando me retiraba me di cuenta de que, enrollado en el billete, había una USB. Ahí estaba el video de lo que había ocurrido esa madrugada: terminado el enfrentamiento, mi hijo, que estaba amarrado, levantó la cabeza para pedir ayuda, pero el militar que iba al frente del grupo ordenó que lo remataran”.
Cuando por fin le entregaron el cuerpo de Damián, su padre vio que tenía un orificio en la cabeza. “Le dispararon a un metro de distancia, la bala le atravesó el cráneo”, me contó.
Damián Tercero no era el único secuestrado que iba en la camioneta. Había más. Raúl incluso sospecha que su otro hijo, Alejandro, también iba a bordo, amarrado igual que los otros. Pero hasta ahora no ha podido dar con su paradero.
El caso ya ha atraído la atención de organismos internacionales de derechos humanos, que demandan una investigación de los hechos.
Es necesario preguntarnos qué pasó durante mes y medio con la verdad de lo ocurrido en Nuevo Laredo. ¿Acaso la información de que hubo algo más que un simple enfrentamiento no subió por la cadena de mando hasta llegar al comandante supremo de las Fuerzas Armadas? Él, que siempre está “enterado de todo”, ¿sólo supo qué pasó cuando fue publicado?
Esta semana, el Presidente dijo que había pedido al general secretario realizar una indagatoria. Por su parte, Raúl Tercero demanda justicia, quiere que los militares involucrados en la ejecución de su hijo sean castigados como establece la ley.
Yo siempre he confiado en la honorabilidad de las Fuerzas Armadas, pero también me parece que las responsabilidades que los civiles les han colocado sobre los hombros para coadyuvar en la seguridad pública ponen a los militares en una gran vulnerabilidad. No sólo corren el riesgo de morir, sino de cometer violaciones a los derechos humanos por desempeñar una tarea que no les corresponde y para la que no están preparados.
En este gobierno, dichas responsabilidades incluso se han incrementado, cuando lo que tendría que estar haciendo la autoridad es formar cuerpos de policía civiles debidamente capacitados.
El video de la ejecución en Nuevo Laredo es potencialmente más dañino para el gobierno que aquellos en los que se ve al hermano del Presidente recibir sobres con dinero. Por eso, no se debe dejar pasar mucho tiempo sin proceder contra los culpables de la ejecución y hacer justicia.